24 abr. 2024

¿En qué creen quienes no creen?

Va con onda

¿En qué creemos quienes no creemos en un dios?, ¿cómo nos explicamos la existencia de las cosas sin la participación de un creador? Es una pregunta que me hacen a menudo. Obviamente, solo puedo responder sobre mis propias convicciones, pero supongo que igual servirá para que ocasionales lectores de esta columna tengan una pista de cómo vemos algunos al mundo y sus maravillas.

Sabemos que somos polvo de estrellas. Estamos hechos de los mismos elementos que se generan al interior de esas gigantescas usinas de fusión. Tenemos además indicios suficientes como para afirmar que la vida surgió en los mares, hace miles de millones de años, de la combinación de esos elementos cósmicos; y que evolucionó mediante un fenómeno fascinante que llamamos selección natural.

Nadie puede afirmar, sin embargo, cómo surgió el primer ser vivo. El vacío de información permite todo tipo de especulaciones, desde un origen extraterrestre (microorganismos en un asteroide, alienígenas usando el planeta como un campo de experimentación) hasta la consabida versión del Creador Todopoderoso.

No existe evidencia que pruebe la veracidad de ninguna de ellas. Explicar la vida como la creación de otros seres vivos que tampoco sabemos cómo fueron creados (dioses o extraterrestres) no explica nada; por el contrario, hace más complejo el enigma, ¿quién creó al creador o a los creadores? Es más difícil explicar la aparición de una entidad todopoderosa que la del ser unicelular con el que presumimos que se inició la vida.

Hay evidencia suficiente, empero, como para dar por cierta la teoría de la evolución mediante la selección natural. Está probado que en la medida en que las células se multiplican se producen alteraciones y que esas mutaciones provocan cambios, algunos imperceptibles y otros notorios. Si el cambio favorece a la supervivencia, es probable que la modificación termine por imponerse, porque quienes la posean tendrán más chances de reproducirse y su prole cargará con ella. Así, el tiempo y la selección natural van esculpiendo a los seres vivos mediante las mutaciones que mejoran la adaptación a su medioambiente.

En ese proceso, tras la extinción de la mayoría de los dinosaurios, les llegó el turno a los mamíferos. De entre ellos, un homínido sufrió cambios notables a lo largo de miles de años con mutaciones de consecuencias sorprendentes, como la capacidad de caminar erguido, tener un pulgar en contraposición a los demás dedos de la mano y, lo más importante, el desarrollo explosivo del cerebro.

En algún momento se produjo en esta especie un fenómeno hasta ahora imposible de explicar: Tomó conocimiento de su propia existencia: la conciencia. El Homo erectus, el sapiens e incluso el extinto de Neandertal fueron quizás los primeros —y hasta ahora los últimos— seres vivos que alcanzaron la capacidad de hacerse preguntas sobre el mundo, sobre la vida y la muerte y sobre sí mismos.

La conciencia se convirtió en un superpoder, pero también en una maldición. Solo nosotros necesitamos creer que la existencia tiene un propósito. No nos basta con ser y no nos resignamos a la mortalidad. La conciencia genera preguntas angustiantes, y en la búsqueda de respuestas seguimos dos caminos distintos: la religión y la ciencia.

Para miles de millones, la religión ha sido y es un bálsamo que responde a todo y promete la vida eterna a condición de creer en un creador (o en varios), en un relato y en vivir según las reglas de su credo, sin objeciones (a los objetores no les ha ido muy bien). Otros miles, empero, escogieron el camino tortuoso de la ciencia, que exige no dar absolutamente nada por sentado hasta no tener una evidencia irrefutable que lo pruebe.

Soy de los segundos. No creo que haya un plan divino para nuestra existencia, somos nosotros quienes le podemos dar un sentido. La evolución por selección natural nos dotó del privilegio de la conciencia, un superpoder que conlleva grandes responsabilidades, para con nuestra propia especie y para con todos los demás seres vivos del planeta.

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