Decía el gran escritor León Bloy que “en el corazón del hombre hay muchas cavidades que desconocemos hasta que viene el dolor a descubrírnoslas”.
En los pasillos de los hospitales, en las salas de espera, en los refugios al aire libre, en la vereda de enfrente de Emergencias –que son sitios donde muchas personas se encuentran en estos momentos, cerca de sus familiares y amigos enfermos– la gravedad de esa afirmación se hace más palpable.
En el mundo virtual, en las redes nos vamos acostumbrando a los razonamientos, análisis, opiniones, expresiones irónicas, plagueos, llantos y también las bromas que suelen resumir verdades o sentimientos en expresiones y gestos breves, también nos vamos acostumbrando a una peligrosa solidaridad nominalista, encaramelada, pero impersonal, tantas veces.
Mas en la realidad, cuando objetiva y concretamente tenemos ante nosotros una enfermedad o a un enfermo, se descubren y desarrollan actitudes, sentimientos, pensamientos y acciones que revelan muchos aspectos superficiales y profundos, buenos y malos, ligeros e intensos de nuestro verdadero ser.
Demasiadas distracciones, etiquetas, melosidades; demasiados clichés, dramatismos, cinismos, cientificismos, egoísmos y caos, a muchos de nosotros, nos separan en lo cotidiano de encontrarnos cara a cara con el misterio de nuestra condición existencial frágil y a la vez maravillosa.
De alguna manera la enfermedad vivida en primera persona o muy de cerca es un balde de agua fría que nos despierta de la anestesia y de la alienación.
Al menos es una oportunidad valiosa para ello.
Es una suerte de examen vivencial donde principios y temores, contradicciones e incoherencias, vicios y virtudes, fortalezas y defectos, vitalidades y cansancios, fealdad y belleza se manifiestan ante nosotros y nada puede darse por sentado en cuanto a nuestro modo de encararlo.
Algunos entran al examen cargados de ego y salen más humildes, sin duda.
Estará el avivado que quiere saltarse por la ventana del legalismo, del control de datos y las estadísticas, todo con tal de evadir el encuentro con las preguntas existenciales que surgen en estos casos.
Estará el utilitarista que encuentra cómo sacar provecho material.
Tampoco faltará el melancólico que encuentra en este estado su excusa perfecta para dejarse arrastrar por el abatimiento, sin darse la oportunidad de crecer y desarrollarse en algo.
Desnuda y grave, la enfermedad es una examinadora aguda y excéntrica a la que habría que tomar en cuenta ya que no busca aplausos ni permite aplazamientos infinitos, tarde o temprano nos pone de cara a la realidad de nuestra finitud y a la vez de nuestra trascendencia.
Hay que tener coraje para darse la oportunidad de plantearse preguntas importantes sobre el significado de lo que vivimos.
En ese sentido, es una alta escuela de humanidad, siempre y cuando la tomemos en serio.
En los pasillos de los hospitales un gesto amigo, un intercambio de experiencias, una palabra de aliento y ese estar juntos en este tramo del camino pueden significar no solo superar el trance pasajero, sino incluso un replanteamiento y un reinicio positivo de todo el resto de la vida.
Les ha pasado a muchos que al superar una enfermedad o al vivir su desenlace más trágico les ha surgido un nuevo comienzo más honesto y libre consigo mismos y con los demás.
Sería bueno que al final del trance pudiéramos decir: “He aprendido, he despertado, me he desengañado, he crecido, he ayudado, he vuelto con otra mirada”, etcétera. Entonces, no habrá sido en vano la espera, el desgaste, el dolor.
¡Que así sea para tantos compatriotas que se encuentran hoy en esta situación!