Tras una semana en la que hemos superado el centenar de fallecidos en 24 horas a causa del coronavirus en nuestro país, el dolor, la impotencia y las preguntas brotan para quienes se detienen por un instante y miran de frente la realidad. En estos casos es necesario tomar coraje y enfrentar los datos y signos que los hechos revelan; nuestra vida es efímera, por más dinero, éxito o prestigio que hayamos acumulado. Es nuestra condición humana.
Todos soñamos con volver a la “normalidad”, pero deberíamos entender qué definimos como tal. Quizás más allá de las necesidades urgentes que tenemos como sociedad, como la de volver a trabajar para generar el sustento, relacionarnos por afecto y salud mental o la del regreso tan necesario de los niños y jóvenes a las instituciones educativas, entre otros, la normalidad que todos deseamos sea también aquella que no contenga este estresante vértigo actual, donde se ha desvanecido ese aparente control que creíamos tener de ciertos aspectos de la vida. Esta situación nos atormenta con una realidad que antes parecía más bien lejana: de un momento a otro, podemos perderlo todo, incluyendo la salud y la misma vida.
Es casi natural, entonces, ansiar esos tiempos en donde era más fácil esquivar las incómodas preguntas que siempre nacen del corazón humano o desviar la mirada ante esos fantasmas que repentinamente se levantan ante los vacíos de nuestra existencia.
Aunque cuesta decirlo, debemos reconocer que el dolor nos humaniza; es desagradable y no deseable, pero es una realidad.
Este virus invisible está volviendo visibles muchas cosas; en algunos, la incapacidad de convivir en los propios hogares, y en otros, el asombro por la ternura experimentada hacia personas a las que ya no se valoraba. Y también vuelve visibles cuestionamientos acallados sobre la propia existencia o respecto al miedo a la muerte. No importa la edad que se tenga, estas preguntas, que no estaban en la normalidad del cotidiano, hoy aparecen y buscan alguna respuesta. De imprevisto, un virus se está burlando de todas nuestras seguridades y pone en evidencia todos nuestros límites, así como los de la ciencia y la tecnología.
“Prefería lo de antes, cuando las cosas pasaban en otra parte… Las cosas son más manejables cuando les pasan a otros y uno las puede escuchar negando con la cabeza, y pasar a publicidad para seguir con el afeitado y el café, y la rutina…”, exponía la periodista Fátima Ruiz, en un artículo de El Mundo
Anthony Hopkins, reciente ganador del Oscar a Mejor Actor por su papel en The Fhater, en una entrevista a The Times, habló de su experiencia. “El filme me hizo más consciente de la mortalidad y la fragilidad de la vida, y desde entonces juzgo menos a la gente. Todos somos frágiles...”, y agregó que la película le recordó los últimos días de su padre. “Sabía lo que sentía al final. El miedo. La indecible melancolía, la tristeza y la soledad. Todos fingimos que no estamos solos, pero todos estamos solos...”. Es el mismo drama humano que esta pandemia hace surgir y que se oculta de mil formas en la vida contemporánea, entre actividades, preocupaciones, distracciones. Pero el grito permanece y en situaciones emerge con fuerza.
Y aquí está lo positivo, pues, al final de cuentas, este drama que no se puede acallar, se transforma en la garantía que tiene todo ser humano de poder despertar y recomenzar, de no permanecer adormecido o anestesiado. Y, al mismo tiempo, estas preguntas serán siempre una invitación a vivir esta dolorosa realidad en primera persona, desde este “grito” inconmensurable, con todo el protagonismo posible, para así aprender y sacar provecho de ella, saliendo de la comodidad, para ganar en humanidad en medio de las dificultades y el dolor. El desafío es asumir la realidad, pues ella —como dice Francisco— “en su misteriosa complejidad es portadora de un sentido de la existencia con sus luces y sombras”.