30 abr. 2024

El trabajo, mística abstracta o virtud

Carolina Cuenca

Qué notable, pero hoy parece moralista hablar del trabajo concreto y real como forma de dignificación de la persona y como una fuente de virtudes que satisfacen y dan calor humano al mundo. La inmanencia ha arrasado como un raudal ideológico al sentido de trascendencia. Nuestro techo para todo parece ser siempre el gris discurso argumentativo sobre las estructuras, las reivindicaciones y la plusvalía. Parece que solo vale el aquí y ahora que los materialistas imponen a fuerza de repetición y disminución del sentido común de sus audiencias. Pero estos criterios de análisis no deberían ser los únicos porque no satisfacen las preguntas sobre el sentido del trabajo de personas concretas de carne y hueso, a las que se dice aludir pero desde lejos de su propio sentir.

En realidad, es una crítica vieja pero siempre actual que, incluso, el famoso escritor francés Charles Peguy (fallecido en 1914) ya hacía a sus amigos socialistas en la Sorbona, los cuales se seguían llenando la boca “religiosamente” de sus discursos a favor del proletariado, pero vivían como intelectuales burgueses que terminaban uniformando a la sociedad con su afán utópico, haciendo a las personas iguales a sí mismos y no aceptando su capacidad de ser ellos mismos. “Hermosa mística, pero deslucida política” decía Peguy de sus colegas porque solo había que verlos trabajar y viene la desilusión.

Para Peguy el obrero es el más digno de los hombres, pero no como una abstracción, y el trabajo es honorable, pero no como una entelequia. “No sé si se nos creerá pero hemos cono- cido obreros con ganas de trabajar, que no pensaban sino en trabajar... Se levantaban por la mañana pronto y cantaban solo pensando en que se iban a tra- bajar. Trabajar constituía su alegría y la raíz profunda de su ser. Y su razón de ser. El trabajo gozaba de un honor increíble, el más hermoso de todos los honores... Hemos conocido esa piedad del trabajo bien hecho llevada hasta la exigencia últi- ma. Durante toda mi infancia he visto ajustar los mimbres de las sillas exactamente con el mismo espíritu y con el mismo corazón, y con la misma mano, que ese mismo pueblo había levantado sus catedrales... Con un honor absoluto, como le corresponde al honor. Era preci- so que cada palo de la silla estu- viera bien hecho. Estaba muy claro. Era lo más importante. No había que hacerlo bien por el sueldo o por los clientes del jefe. Tenía que estar bien hecho en sí mismo, en su mismo ser. Cualquier parte de la silla, aunque no se viera, estaba hecha tan perfectamente como la que se veía. Era el principio mismo de las catedrales. Todo era un acontecimiento: algo sagrado”.

En recuerdo y en honor de esos trabajadores que viven cada día, anónimos y discretos, escribiendo con su silencioso bien hacer la poesía, la belleza que salva al mundo.

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