Con la encarnación de su Hijo unigénito, Dios nos ha mostrado su infinito amor: «¿Cuál es la causa de la venida del Señor, sino mostrar su amor hacia nosotros?». Y se trata de un amor de Padre, porque lo hizo «a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4,4-5).
Hoy, como entonces, Jesús se conmueve de frente a nuestras necesidades y nos ayuda a resolverlas. No quiere que desfallezcamos, tampoco por falta de alimento espiritual. Si en aquel tiempo el Señor se sentó en el monte a aguardar a quienes quisieran acercarse y les ofreció pan para alimentar sus cuerpos, hoy en cambio nos espera en el pan eucarístico. Podemos acudir nosotros también a Jesús para presentarle nuestras necesidades, nuestras alegrías y nuestros ideales.
Nos sentiremos tiernamente amados y se nos pasarán los días junto a Él.
Este festín divino se hace realidad, cada día, en la sagrada comunión. Por eso, si nos parece lógico poner el mayor empeño posible en prepararnos para recibir al Niño que nacerá en Belén, lo mismo sucede con nuestra espera para cada encuentro diario de la Eucaristía.
San Josemaría tenía presente esta realidad, que le llevaba a dedicar la mitad de su jornada a pensar en la Misa que celebraría el día siguiente: «¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida? –Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle».
La comunión espiritual puede ser una magnífica expresión de la impaciencia con que nos acercamos cada día a recibir al Señor.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/article/meditaciones-miercoles-primera-semana-advien).