Qué sensación devastadora produce que los ciudadanos no esperen nada de las instituciones legalmente constituidas. Ni de quienes dicen que harán que estas funcionen, cumplan la finalidad para la que fueron instituidas y generen resultados, como es natural que estén haciendo los candidatos que se postulan para la presidencia y vicepresidencia de la República o a una banca en el Congreso Nacional.
Estos dicen de todo, pero lo que se percibe en el plano real, fuera de las redes sociales, es que las elecciones generales del próximo 30 de abril no generan expectativas ni representan un motivo para esperar cambios, ni de vy’apaguasu, entusiasmo y, menos aún, de esperanza.
Es el clima electoral prevalente y, a menos que surja alguna genialidad más allá de los arrebatos, ataques personales y lista de propuestas grandilocuentes para la remanida promesa de “mejorar el país”, posiblemente lleguemos así el día de la votación a cumplir con el derecho y la obligación de, una vez más, elegir un nuevo gobierno de la etapa democrática del Paraguay, sin una pizca de ilusión. La posición de no esperar nada es tan patente que inmoviliza y conduce a la peligrosa resignación a continuar padeciendo las situaciones de injusticia, de inoperancia, de corrupción, de impunidad, de pobreza general, de robo, de todo cuanto es patrimonio del Estado, en todos los niveles y ámbitos.
Ayer escuchaba decir al abogado de los frentistas perjudicados por el malogrado proyecto de Metrobús que solo le generaba incertidumbre el que siete años después y tras producirse un cambio de fiscal general del Estado, se impute al ex ministro de Obras del gobierno de Cartes, Ramón Jiménez Gaona, y otros funcionarios que capitanearon el fallido proyecto.
Ante tantas muestras de podredumbre en el sistema judicial y en el organismo que representa a la sociedad paraguaya ante los órganos jurisdiccionales, como lo es el Ministerio Público, y, con el cúmulo de desilusiones e indignación provocadas por estas instituciones, difícilmente alguien en este país, salvo que esté ligado al poder político o económico, pueda tener la seguridad o, al menos, la leve esperanza de que la Justicia castigue a los responsables de esta estafa y miles de robos y perjuicios a la sociedad paraguaya. Actos cometidos por quienes, según la Constitución, deben velar por los bienes del Estado.
En el caso mencionado, la gente se había movilizado antes, durante y después de comprobarse la forma como pretendían llevar adelante una obra de tal envergadura, improvisando e ignorando los reclamos y señalamientos de que estaban haciendo mal todo. Incluida la sobrefacturación.
Hubo denuncias formales que quedaron archivadas en algunos escritorios de la Fiscalía a cargo durante la cuestionada administración de Sandra Quiñónez. Todo el esfuerzo hecho para poner en evidencia la dilapidación de recursos y los gritos que clamaron justicia para los damnificados de la obra, en particular, y la ciudadanía en general se desgastó ante tanta impunidad fraguada en el propio Ministerio Público.
Entonces, ¿de qué nos hablan cuando prometen un país mejor, si todos los días queda fehacientemente demostrado que en lugar de un sistema de separación, equilibrio, coordinación y recíproco control entre los tres poderes del Estado que ejercen el Gobierno de la República, dos de ellos, el Ejecutivo y el Legislativo, meten mano y manejan al que debe impartir justicia? Y, si no hay justicia, todo cuanto se diga que ocurrirá a partir del próximo 15 de agosto cae en saco roto. Se desploma, se desvanece.
El gran desafío y el mejor aporte que podrían hacer quienes resulten electos el 30 de abril para integrar el Ejecutivo y el Legislativo o dirigir las gobernaciones es recuperar la confianza del ciudadano y devolverle, poco a poco con resultados y sin robos, la esperanza y muchos motivos para sentirse orgulloso de haber nacido en este país, y dejar de vivir resignado a no esperar nada.