Desde hace tres años lamentablemente ya no tengo que ocuparme de qué le voy a regalar a mi mamá. Solo espero el regalo de mis hijas y aprovecho este espacio para comprometerlas públicamente.
Cuando mi mamá vivía, cada año mi hermano y yo nos poníamos de acuerdo para ver qué le regalábamos. Siempre tratábamos de “sorprenderla”, comprándole algo que necesitaba.
Era casi un ritual al momento de abrir el paquete que mamá dijera: "¡Lo que me hacía falta!”. La expresión era suficiente para que nosotros nos quedáramos satisfechos, con aquella sensación de haber cumplido la misión.
Tampoco era tarea fácil descubrir, de todo lo que mamá necesitaba, qué era lo que más apreciaría y que además estuviera dentro de nuestro presupuesto, así que la decisión nos llevaba varias idas y vueltas. Lo bueno es que mi hermano, que tenía una relación muy especial con ella, generalmente acertaba con la sugerencia.
No recuerdo qué fue lo último que le regalamos, pero hoy sé qué es lo que hubiera querido recibir y nunca se nos ocurrió darle de presente.
Tres meses antes de morir, mientras estaba internada en un hospital, ella recibió un jarrón de flores. Un atento amigo, agregado de prensa de una embajada extranjera, se enteró de que mi mamá estaba internada y le envió flores.
Cuando ella vio el regalo, sonrió ampliamente y dijo: “Es la primera vez en mi vida que recibo flores”. Me quedé muda. Inmediatamente le di una larga filípica mental a mi papá. Pero a mí tampoco se me había ocurrido agasajarla con flores, con algo tan efímero y que siempre consideré tan poco útil. Y es que a veces necesitamos lo que no necesitamos.
Hay gente que cuando tiene que enviar un regalo lo primero que piensa es en llamar a una florería y ordenar el envío; es una opción fácil, sencilla y dependiendo del tamaño del ramo, accesible. A veces, es más fácil jugarse por este recurso que adivinar qué es lo que necesita la persona. Así que no me angustia el hecho de no haberle enviado flores a mi mamá. Pero la experiencia me sirvió para ver que a veces lo más sencillo es lo más significativo para las madres.
Una tarjetita, con un mensaje del estilo: “Feliz día, mamá. Te quiero mucho, aunque sos medio plagueona, a veces, bueno, siempre sos medio pesada...”, puede sonar como un canto de aves a los oídos de mamá, o en su defecto “sonar” quien lo escribió, dependiendo del humor de la mami. Sé de mujeres que guardan mensajes semejantes como su joya más valiosa, y solo alguien que dio a luz puede entender por qué.
Un desayuno en la cama, una flor arrancada de su propio jardín, un dibujo garabateado con miles de colores, en fin, cosas pequeñas, sencillas, útiles o no son los regalos más preciados de mamá.
En realidad, el mejor regalo para nosotras, las mamás, es que los hijos nos digan mamá, o mami todos o casi todos los días. Que los sintamos ahí, cerca, aun en la distancia. Y que sean felices e íntegros.
El resto, es yapa.