¿Cómo podríamos expresar con el límite de las líneas disponibles en este espacio el fecundo pontificado del papa Francisco?
Partamos del drama de la existencia del hombre de hoy. Cuando aún siendo cardenal y antes de la apertura del Cónclave que posteriormente lo elegiría ya había manifestado el próximo Papa que “evangelizar presupone en la Iglesia el deseo de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma y a ir a las periferias, no solo geográficas, sino también existenciales: El misterio del pecado, del dolor, de la injusticia, de la ignorancia y de la indiferencia hacia la religión, de las corrientes intelectuales y de toda miseria”. También hizo referencia a que prefiere una Iglesia que se accidente por haber salido a una Iglesia que muera anquilosada por quedarse encerrada “la Iglesia en salida”. Y esto lo encarnó en su Pontificado.
El último día de su vida, luego de dar la bendición Urbi et Orbi con indulgencia plenaria, con grandes dificultades por la insuficiencia respiratoria que lo aquejaba y dificultaba la expresión de su voz, casi algo similar a lo que aconteció con San Juan Pablo II en su última bendición de Pascua, donde ya ni siquiera pudo hablar; decidió recorrer con el Papamóvil todo el perímetro de la Plaza de San Pedro, llegando incluso hasta el límite de la Vía de la Conciliación, que le une a la ciudad de Roma, bendiciendo en su paso a niños y enfermos; es decir, cumpliendo en su vida lo que pregonaba, amando hasta el extremo, prefiriendo dar la vida como ese “pastor con olor a oveja” en medio de la gente y no encerrado en las paredes de un hospital. Su último acto público fue ese recorrido por la Plaza de San Pedro, como un pastor que da la vida por sus ovejas. Qué signo elocuente de que morimos como vivimos y de que la Hermana Muerte, como pregonaba San Francisco, lo encontró así. Fue su despedida.
Retomemos ahora por qué Umberto Eco lo llamó “El jesuita paraguayo”. En el papa Francisco se encarnaban los dos carismas de los grandes santos, Francisco y San Ignacio de Loyola, como tan bellamente lo expresó Koki Ruiz en su inolvidable retablo que quedará para siempre en la memoria colectiva de nuestra gente. Y en su historia personal, de adolescente, tuvo a su jefa paraguaya Esther Ballestrino, quien lo educó en la belleza y los procesos del trabajo, que murió víctima de la dictadura argentina y que el Papa siempre recordaba.
El amor a la Virgen de Caacupé nació de su contacto con la parroquia que lleva su nombre en la Villa 21-24, habitada por paraguayos. Y al incluir a Paraguay entre los primeros países visitados en su pontificado y estar frente a la Virgen de Caacupé, se conmovió profundamente. Podríamos resaltar que este fue otro gran signo de su amor al Paraguay.
Cuando el Papa partía a la eternidad a las 07:35 hora de Roma, se estaba velando a uno de los enfermos terminales del sitio que el Papa visitó fuera de programa, nada más y nada menos que la Clínica Divina Providencia del Padre Aldo Trento, donde jamás olvidan su confortadora presencia, así como fuera de programa mostró todo su amor ante el corazón incorrupto de San Roque González de Santa Cruz en la parroquia Cristo Rey. Y como no recordar a Mafe, la niña, la adolescente, que a través de sus redes sociales, pidió recibir la bendición del Papa, lo que finalmente aconteció cuando el Papa estaba por subir a la escalerilla del avión de regreso, da una media vuelta, se dirige a ella, deposita un beso en su frente y la bendice, lo que ella calificó como “su mejor regalo de cumpleaños”, y partiría a la eternidad con este consuelo poco más de un mes después.
Así como este y tantos otros hechos, cada uno podría hablar desde su experiencia personal. Del corazón solo brota gratitud por este amor de un Papa que amó al Paraguay, nos amó, como nos amó Cristo y lo resaltaba en su última encíclica Dilexit nos (Nos amó).
Y como último regalo para el mundo, abrió el “Jubileo de la Esperanza” que como decía Charles Péguy es como aquella niña pequeña, que camina de la mano de la fe y la caridad.
Esperanza en la que hoy estamos llamados a caminar, siguiendo las huellas del testimonio de nuestro pastor.
Pedro Kriskovich (*) (*) Comunicador y docente universitario