En su libro En busca del hueso perdido, Helio Vera explicaba el título de su tratado de paraguayología, citando una anécdota relatada a su vez por Johann Rudolf Rengger. Este suizo, que trabajó en el Paraguay como médico en tiempos del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia contaba que, cierta vez el Dictador le pidió la autopsia de un paraguayo. ¿Para qué? Y dice el suizo que a Francia le gustaba que lo miraran a la cara cuando le hablaban, por eso un día le encargó hacer la autopsia, para saber si no tendríamos por acaso un hueso de más, lo cual explicaría por qué nos cuesta tanto levantar la cabeza.
Desde aquellos tiempos en que don José Gaspar se hacía aquellas preguntas mucha agua corrió bajo el puente, y parece que seguimos parados en el mismo lugar.
No digo que seamos unos agachados, cobardones y sumisos, bueno, al menos no todos… Me refiero a ese nuevo mal de estos tiempos tan modernosos, ese que nos tiene todo el tiempo cabizbajos, encerrados en la burbuja del teléfono celular. Fabuloso invento si los hay, pero con el que se nos fue un poco la mano y acabó creando una absoluta dependencia.
El celular, como extensión de nosotros mismos, está presente en cada segundo de nuestras vidas, nos acompaña en cada aliento que damos. Claro que no se trata solo del objeto en sí, sino de las decenas de aplicaciones que este ofrece.
Como sabemos, sirve para hablar con otros, sirve para enviar mensajes a otros, o sea, es un instrumento de comunicación básicamente. Sin embargo, la violenta irrupción del internet y de las denominadas redes sociales terminó por catapultar al objeto teléfono como una extensión nuestra; y lo que en principio era un instrumento para comunicarse se volvió de hecho un instrumento para no comunicarse –al menos no con el que está al lado–. Son muy cotidianas las imágenes de gente sentada en algún lugar, frente a frente, cada cual metido en su mundo, agachados e ignorándose mutuamente.
Y si bien es grave esto de andar agachados todo el tiempo, todo el día y por todas partes, malo para el cuello o para las cervicales, lo es más aún cuando usás tu teléfono mientras cruzás una calle o vas conduciendo. Ahí sí que se puede poner negra la morcilla.
Al parecer todos se creen de verdad muy importantes y que tienen algo urgentísimo que hacer con el teléfono, aunque vayan manejando y deban girar en una esquina, aunque vayan rapidísimo por una ruta, tienen que sí o sí contestar una llamada, grabar un mensaje de voz o leer el mensaje de WhatsApp porque o si no, se va a hundir la economía mundial o algo parecido.
Todo el mundo sabe que está pro hi bi do utilizar el celular cuando se va manejando, pero claro, acá en el Paraguay, donde no hay Estado de derecho, nadie respeta regla alguna.
Además de eso, de que la gente es prepotente, anda un poco atontada, digo yo que es de tanto agachar la cabeza sobre el aparatejo. Es como una droga, ya no pueden estar ni un segundo sin mirar la dichosa pantallita. No digo que no tengan la libertad de hacerlo, pero definitivamente no tienen el derecho de mirar su teléfono mientras van conduciendo, porque entonces van y matan a un inocente que no tiene por qué pagar el pato por la idiotez del adicto a su smartphone.
Como aquella persona que iba hablando por el celular mientras manejaba su auto cuando el Policía de Tránsito le hizo la señal de que pare, pero el conductor ni siquiera lo vio, pues estaba atento a su teléfono; y claro, se lo llevó puesto al zorro, literalmente, sobre el capó de su vehículo, por casi dos cuadras.
No sé bien si esto puede o no confirmar la sospecha de Francia, de la existencia de aquel hueso perdido, pero hay días en los que me entra la duda… sobre lo que pensaría este personaje, uno de los forjadores de nuestra nación, cuando nos ve agachados como zombis sobre los teléfonos, e imagino que dice: ¿Para esto hicimos la independencia?