18 feb. 2025

“El futuro ya no es lo que solía ser” (Clarke)

Los últimos cuatro años han sido de muchas dificultades en lo económico, pero también en lo social y político. Tuvimos dos años de depresión económica (2019 y 2020), y a este año, cuyo crecimiento se estima cercano a cero, se le agrega, además, una inflación elevada y rebelde.

La pandemia, el clima, la geopolítica, la logística, se coordinaron para impactar nuestra ordenada macroeconomía. Por supuesto, nuestros políticos no podían dejar que estos factores exógenos fueran los protagonistas exclusivos, y también aportaron lo suyo para complicar más la situación. A pesar de esta tormenta cuasi perfecta, la disciplina y fortaleza institucional de nuestra macroeconomía, construidas y preservadas a lo largo de varios años, permitió desplegar una agresiva política contracíclica ante el shock sanitario.

De aquí en adelante, el escenario es otro muy distinto al de antes de la pandemia. La holgura fiscal y monetaria se agotó, y habrá que emprender el camino de retorno. Diferentes indicadores dan cuenta de las nuevas restricciones. La capacidad de pago medida por los intereses de la deuda sobre los ingresos tributarios está por fuera del umbral recomendado para un fisco como el paraguayo, así como la ratio de deuda de la Administración Central sobre sus ingresos, donde también estamos pasados del límite. La medida tradicional de deuda pública sobre producto, la más utilizada, se está acercando rápidamente al 40%, umbral que no se debería traspasar en las condiciones actuales de la economía.

Desde el plano social, la pandemia visibilizó algunas de las miserias que tenemos como sociedad, y que llevábamos medio ocultas en la conciencia. La macro y la micro muestran realidades paralelas. La autonomía del BCP y el espacio fiscal posibilitaron desplegar una política fiscal, monetaria y financiera contracíclica, amortiguando el impacto de los shocks exógenos negativos, y la libertad de mercado permitió interpretar adecuadamente qué parte del choque era transitorio y financiarlo sin comprometer demasiado los balances de entidades públicas y privadas. Por el contrario, los inexistentes mecanismos de protección social configuraron un escenario por demás inequitativo del corralito sanitario, afectando desproporcionadamente más a los sectores informales, así como al empleo y los ingresos de las pymes del sector de servicios.

Recordemos qué implicó la carencia de una institucionalidad en materia de protección social. Ante el escenario de pandemia, para compensar parcial e insuficientemente la caída en el ingreso de la población más vulnerable, dada la falta de instrumentos adecuados y del desconocimiento de donde estaba la población vulnerable, el Gobierno tuvo que improvisar transferencias monetarias sin el control y focalización necesarios. La principal explicación es el amplio sector informal de nuestra economía y, por ende, la inexistencia de información adecuada para focalizar recursos. Por otra parte, se procuró improvisar una cobertura del sistema de salud, desde un punto de partida en que el sistema sanitario ya se caía a pedazos. Para enfrentar ambas urgencias se recurrió al endeudamiento externo. Lo bueno: El orden macroeconómico previo permitió contar con el acceso a ese financiamiento crítico. Lo malo, ya todo se “consumió”, o sea, el fuerte crecimiento de la deuda obviamente no fue para financiar reformas institucionales, económicas o sociales que permitieran aumentar el capital humano, físico y social y, por ende, la productividad de nuestra economía, tal que se impacte el crecimiento potencial, haciendo sostenible ese mayor endeudamiento.

Es decir, la pandemia puso a prueba la tan mentada resiliencia económica, ámbito donde el país salió relativamente bien parado. Pero, por otro lado, nos interpeló severamente en nuestros valores como sociedad. La desigualdad económica y la desprotección social en la que se encuentra gran parte de la población impone un imperativo moral, que debe trascender hacia las políticas públicas. Diseñar y rediseñar el sistema de salud y educación pública, sistema de jubilaciones y pensiones, formalización laboral y de empresas en base a incentivos (como acceso a seguro desempleo o acceso a garantías), focalización de políticas sociales que garanticen los derechos básicos, son apenas el punto de partida de un diseño de reformas que no admite dilación.

El dilema para el próximo gobierno es la de una ecuación por demás compleja. Cómo financiar reformas e inversión en salud, educación, protección social, infraestructura, etc., en un ambiente donde la posibilidad de acceder a recursos va a estar muy limitada por las condiciones desfavorables que existirán en los mercados financieros internacionales (iliquidez y tasas elevadas), pero también por las restricciones internas que demandará un proceso de austeridad que recomponga los espacios macroeconómicos y restaure la confianza.

En definitiva, la trampa de la pobreza y de la baja inversión en la que se encuentra nuestro país, se volvió aún más difícil de sortear en el futuro. En la propia complejidad y urgencia de la situación podría estar su oportunidad. Vamos a estar obligados a ser austeros, asignar mejor los escasos recursos, terminar con el clientelismo político y las corporaciones que impiden reformar, con la inseguridad y la corrupción. En definitiva, no tendremos otra opción que hacer las tareas necesarias para acceder al grado de inversión y ubicarnos como un país creíble y seguro para las inversiones. Pero ojo, cualquier aventura que implique romper las normas de austeridad fiscal y socave la autonomía del BCP, en esta coyuntura bisagra, sería un largo camino de ida.

Preocupa que la mayoría de la clase política insista en mostrar no estar a la altura de este desafío, que implicaría capacidad para acordar políticas de Estado. Ni siquiera pueden sostener debates conceptuales, lo que se traduce en una campaña electoral hasta ahora vacía en contenido, donde sobran los agravios, pero faltan las ideas. Como ciudadano, estoy atento a los equipos técnicos, a los referentes económicos de unos y otros, a los programas, a las capacidades de acordar y aglutinar de los candidatos a presidente, y a la formación y experiencia de gestión de estos. Por el momento solo nubarrones en el horizonte.