Es oportuno recordar que hace tan solo un mes, el pasado 28 de enero, una adolescente de 14 años, también indígena, fue encontrada en condiciones muy similares: luego de ser abusada sexualmente, fue maniatada y abandonada en un predio abandonado en el centro de la capital. Los niños indígenas en situación de calle se han convertido prácticamente en parte del paisaje urbano, especialmente en zonas de riesgo, como las de la Terminal de Ómnibus.
Esta no es una realidad nueva ni desconocida por las autoridades, por eso no alcanza con decir que se debe trabajar en conjunto, porque al final nadie hace nada. Mientras la Policía investiga las escasas pistas de que dispone, para encontrar a quienes cometieron el atroz asesinato, la ministra de la Niñez, Teresa Martínez, manifiesta que rescatar a los niños de situaciones de vulnerabilidad es un trabajo de todas las instituciones del Estado, y lamenta “no llegar a tiempo” para salvar a la niña.
Puede que una institución sola no pueda resolver un grave problema social, pero también se debe señalar que la realidad muestra la ausencia de un trabajo de acompañamiento a los grupos de niños abandonados en las calles, que es en primer lugar responsabilidad del Ministerio de la Niñez y la Adolescencia.
Los niños sobreviven en las calles, consumen drogas y duermen en las veredas sobre restos de cartón; muchos de ellos se han vuelto adictos al crac y están a diario expuestos a todo tipo de violencia. Esa es una realidad instalada que ya no causa sorpresas. Para cambiarla no se ven acciones urgentes o campañas de concientización.
Según un informe publicado el año pasado por el Instituto Nacional de Alimentación y Nutrición (INÁN), el 50% de los niños de la población indígena están desnutridos. En otras palabras, uno de cada dos niños indígenas está desnutrido.
Estos datos nos hablan en realidad de que la seguridad alimentaria es un problema muy grave en las comunidades indígenas, y en particular en zonas rurales y en las más alejadas de la capital.
Estos niños que hoy están en las calles son también víctimas de un sistema económico que expulsó a sus padres y abuelos de sus tierras ancestrales, y los trajo a vivir en los cinturones de pobreza de la capital.
Al llegar aquí no han hallado a un Estado que vele por sus derechos ni les garantice una vida digna. Aquí solo encuentran hambre, discriminación y violencia.
Esto no puede seguir así. Es necesario tomar medidas urgentes. No podemos permitir como sociedad que decenas de niños indígenas mueran lentamente frente a nosotros, sin que nadie haga algo por remediar la situación.
Si permitimos eso, será ya no solo el fracaso del Estado paraguayo para asegurar una vida digna para la niñez, sino también será una derrota para toda la sociedad paraguaya.