20 abr. 2024

El arcón pestilente

Alfredo Boccia Paz – @mengoboccia

Se abrió, por fin. El tozudo reclamo judicial del periodista Juanki Lezcano y el abogado Ezequiel Santagada logró una decisión histórica de la Corte Suprema: Las declaraciones juradas de los funcionarios públicos dejaron de ser inaccesibles. Los millonarios de la política dieron lucha hasta el final, pero no aguantaron la tozuda presión ciudadana. Y, como todos esperaban, lo que se encontró dentro del cofre apestaba.

No había allí nada que no supusiéramos, pero impresiona verlo en números. Es el mismo efecto causado por los audios del Consejo de la Magistratura. Todos sabíamos que existía tráfico de influencias, pero es muy distinto escucharlo en las voces de los sinvergüenzas que lo practicaban. En sus declaraciones juradas, las cifras fueron puestas por los propios bribones, previo cuidadoso trabajo de maquillaje. Pero, aunque solo represente la punta del iceberg –allí solo figura lo que no pudieron colocar a nombre de testaferros, familiares o aplicaciones indetectables–, igual hicieron lo imposible por evitar que salga a la luz.

Con las excepciones que conocemos, hacen política para poder robar con fueros, los miserables. Y se llevan todo lo que pueden, sin asco. Más tiempo están en la política, más roban. Se aplica a estos truhanes la frase de Arthur Schopenhauer: “La riqueza es como el agua salada; cuanto más se bebe, más sed da”. A medida que la gente se entera de cuánto se han enriquecido nuestros políticos, mayor es su enojo. Pero es en este punto cuando me empieza a hacer ruido una cuestión disonante. Y tiene algo que ver con la autoestima nacional.

Hay muchos políticos de varios partidos que vienen burlándose de esa gente desde hace décadas. Esa gente es un pueblo empobrecido, increíblemente sumiso, casi diría domesticado, con serias dificultades para hacer un ejercicio de “une con flechas” bastante obvio.

Las estancias de sus políticos, sus lujosas quintas, sus camionetas de cien mil dólares, sus viajes a destinos exóticos se solventan con el dinero que falta en sus paupérrimas escuelas públicas, sus inexistentes unidades de terapia intensiva, en sus horribles caminos vecinales y en su mala calidad de vida.

La obscena dicotomía entre políticos ricos y pueblo pobre solo se sostiene por defección de una de las partes.

Esos políticos indecentes no ganarían las elecciones sin los votos de los pobres. Que los votan no una, sino repetidamente, con resignada y atávica puntualidad. Tradicionalmente la expresión de los ricos en la política es la derecha, pero cuando la anomia se apodera del escenario la corrupción no distingue colores ni ideología. En cualquier caso, los pobres terminan apoyando, sin advertirlo, proyectos políticos que enriquecerán a otros, pero serán pagados por ellos. Son los desclasados, un concepto que, con el tiempo, fue agotando su fuerza semántica. Es el delirio de creerse parte de una fiesta a la que no se está invitado.

Los datos que emergieron de este baúl podrido nos muestran la cara de una gavilla de cleptómanos públicos que se matan de risa de nosotros, los idiotas. Quizás esta bofetada moral sirva para poner las cosas en su lugar. Cada vez que un ciudadano paraguayo honesto ve a un político enriquecido debe indignarse y gritarse a sí mismo: “Este tiene lo que es mío”.

Falta una sana y santa furia que acabe con esta desfachatez. Una furia que no incluye a los que, bajo asépticos seudónimos, echan espuma por la boca frente a los teclados. Indignación que no es visible ni asusta es solo una inofensiva declaración de principios.

Políticos ricos y pueblo pobre, una disyuntiva enfermiza que solo puede cambiarse con conciencia ciudadana, compromiso ético e institucionalidad.

Festejemos esta conquista en la lucha por la transparencia. Ahora hay que derribar las murallas de la impunidad. Que los jueces y fiscales genuflexos de este país se den por notificados.

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