Uno se habitúa con el tiempo. Es un proceso neurocognitivo por el que todos atravesamos. Cuando algo ocurre de forma constante, se vuelve invisible a la atención. El cerebro deja de responder a lo predecible. Entonces, ¿qué pasa con una sociedad que se habitúa a la mediocridad?
La conocemos bien en Paraguay: el-así-nomás-es. Una exposición repetida a entornos con baja exigencia que apaga nuestro deseo de mejora. Dejamos de esperar y exigir calidad y lo precario se normaliza.
Esa habituación de convivir con lo mediocre apaga nuestra capacidad de imaginar algo mejor. Lo repito: la apaga totalmente. En el sector público, la mala administración se ha vuelto tan frecuente, y los anuncios e inauguraciones que terminan en abandono son tan repetitivos, que nuestro cerebro ya anticipa el desenlace: “Esto que hoy entusiasma, el próximo mes ya empieza a caer”. Es una rutina. No hay novedad para el cerebro. Somos expertos en inaugurar, pero incapaces de sostener.
Lo que antes nos indignaba y molestaba, al ser una situación que se repite y repite, hoy ya no genera respuesta en nosotros. Entonces, estamos menos motivados a aspirar al cambio. El cerebro ni se alarma ante la amenaza real de cruzar una franja peatonal ya casi sin pintura, entre motos y autos que no la respetan, en ausencia de semáforos de peatón o agentes de control. Ey, pero estamos habituados. Es “normal” arriesgarse al cruzar la calle, ¿o no?
Y así ocurre en otras escalas: con la desidia, la polución, la violencia, la corrupción y sus derivados. Nos acostumbramos a que nos atropellen los derechos. A ver noticias graves que ya se sienten tan familiares como la mandioca en el almuerzo. La amenaza pierde su efecto porque la repetición la neutraliza, pero eso no nos remueve del peligro.
Todos nos hemos habituado. Nuestro cerebro ahorra recursos mentales al dejar de prestar atención a lo que ya conoce, incluso si es negativo. No podemos vivir en constante alerta, nos da miedo reaccionar en un entorno que no sería muy receptivo y optamos por la resignación para no quedar como los inconformistas exigentes. Es entendible. Pero hay un alto costo como individuos y como sociedad.
¿Cómo salimos de los efectos de esta anestesia colectiva? Expertos dicen que para deshabituarse hay que alejarse. Volver a sorprenderse o a indignarse. Desarrollar ojos frescos. El fuego necesita aire. Compararnos. Conocer otras latitudes y experiencias puede hacer visible lo que se volvió invisible. Contrastar lo que es, con lo que puede ser. Incluso en relaciones personales, tomar distancia revela lo tolerado por años.
Así como hay una letanía cultural que adormece, también existe una energía colectiva que despierta, formada por ciudadanos que abrazan el cambio. En ese punto de quiebre tenemos que articularnos. Pensar: “Esto que se está haciendo está mal. No debería formar parte del paisaje de nuestro día a día. ¿Qué podemos decir o hacer para evidenciarlo, para exigir que cambie?”. Ahí empieza la deshabituación.