Hasta hace unos 40 años, la distancia que en el Paraguay había entre las áreas rural y urbana era abismal.
Los que a duras penas abrían un hueco de luz en la oscuridad con un lampíum o una lámpara mbopi –la Petromax o la Sol de Noche eran demasiado avance en relación a esas formas casi neolíticas de iluminación– no se imaginaban que en pocos pero vertiginosos años, con Acaray, Itaipú y Yacyretá, todo aquello iba a quedar reducido a polvo cósmico de prehistoria.
Lo mismo ocurrió en el campo de la comunicación. La carta, el telegrama o el teléfono a magneto son ahora anacronismos decadentes sustituidos por la instantaneidad de los celulares y la velocidad de internet.
Con Itaipú, el ingreso de los brasiguayos, la tala de bosques para dar espacio a pasturas primero, a cultivos de soja, maíz y girasol, después –en la década de 1970– empezó a hablarse de mecanización en los cultivos y expansión de la frontera agrícola.
De manera casi imperceptible estaba comenzando un fenómeno que hoy es común en América Latina y en muchas partes del planeta: la desruralización.
Un modelo agroexpulsador comenzaba a devorar la tradicional forma de vida campesina y se iniciaba el éxodo cada vez más masivo a las periferias de las áreas rurales o al exterior.
Del 60-40 favorable a las áreas rurales, pronto se pasó al empate de 50-50. Hoy las ciudades ya ganan el partido por 65-35. La tendencia es que esa diferencia a favor de lo urbano sea cada vez más significativa.
Los sucesivos gobiernos posdictatoriales no han sabido leer con sabiduría el proceso de descampesinización que vive el país. O se han hecho los ñembotavy, muy a lo Paraguay, dejando que las oleadas migratorias despueblen las compañías y pueblen el entorno de las ciudades más grandes, sobre todo Asunción.
La des-integración del campo tradicional implica también una des-integración cultural, una pavorosa pérdida de identidad con todo lo que ello supone para los mayores, los jóvenes y los niños.
Hasta ahora no hay una política de Estado para enfrentar este cambio y dar respuestas acordes a las nuevas exigencias planteadas por el dinamismo de la realidad.
Las respuestas gua’u de asistencialismo y el mantenimiento de una educación pública obsoleta, poco o nada sirven para acompañar un proceso irreversible que está transformando profundamente el país.