Al descontento colectivo y la indignación “ninguneados” de manera permanente por las autoridades de turno, le seguirán –inevitablemente- eventos imprevisibles con daños irreparables. Un dato del que los políticos de todos los pelajes –incluidos los nuestros– deben tomar nota y muy en serio; de hecho, Paraguay no está ajeno –ni mucho menos– a las injusticias y los reclamos de larga data.
En este caso, el factor clave es reconocer cuánta necesidad tienen los gobiernos de generar respuestas concretas para gente concreta. No son porcentajes ni estadísticas, son personas con necesidades y aspiraciones específicas.
La lógica es sencilla. La disconformidad, las injusticias, la falta de equidad, las carencias, las frustraciones, entre otras, tarde o temprano serán capitalizadas por algún sector, grupo o personajes; son caldo de cultivo para variedad de propuestas, incluidas aquellas que utilizan la violencia como método de cambio.
Y hasta podría ser natural que la rabia culmine en un acto de violencia como forma de quiebre, pero no será ésta la salida correcta ni razonable, es decir, una que tenga en cuenta todos los factores en juego y a sus protagonistas, en especial aquellos más vulnerables, quienes, al final, son los más afectados en coyunturas de crisis. Está claro –y la experiencia lo avala- que la violencia solo genera más de lo mismo, activando una espiral amplificada y destructiva. No importa del lado en que uno esté.
Tristemente, en nuestro país esta lógica también se ve con más frecuencia; se respira un aire de violencia más marcado que en otras épocas, desde las manifestaciones públicas hasta el trato de los automovilistas en la vía pública; estamos dejando de lado el respeto y la mirada humana hacia el semejante, olvidando que el otro tiene las mismas necesidades que uno.
La situación de Chile debe ser una llamada de atención para entender que los problemas sociales, de salud, educación, pensión y jubilación, etc, son formas de violencia contra la gente, y que a la larga generan también acciones de igual signo.
Y en este camino sin retorno para este país hermano, pues se perdieron vidas humanas –cerca de 20 muertos– y con una sociedad marcada por jornadas de mucho odio y enfrentamiento, también hay signos de esperanza. Hoy, miles se manifestan en forma pacífica, reclamando sus derechos como corresponde. Además, hay organizaciones que plantean una forma distinta de mirar esta coyuntura, reconociendo el deseo de bien del ser humano.
“Ver personas limpiando el Metro –quizá los mismos que han participado de las protestas– defendiendo colegios, organizándose para cuidar los propios barrios, compartiendo el pan entre vecinos, nos hace ver que el bien es siempre una posibilidad de la persona, que somos capaces de reconocerlo más allá de nuestros errores y de adherir a los rostros en los cuales se expresa. Reconstruir y protestar pueden ser la expresión del mismo bien”, señala, por ejemplo, Encuentro Santiago, una de las organizaciones de la sociedad civil que sentó postura.
Sin dudas, no será el Estado, con todas sus reformas, el que podrá reconstruir aquel país -ni el nuestro- sino esa solidaridad que nace del reconocer el deseo de justicia que tenemos todos por igual. ¿Acaso hay algo más fuerte que ese amor que duele? Y hablamos de dolor porque implica salirse de prejuicios para dialogar con ese otro, mirándolo como un bien, más allá de sus creencias e ideologías. Es lo que algunos llaman, la verdadera revolución. Aunque parezca imposible habría que correr el riesgo. Al final, siempre será una mejor alternativa frente al caos y el odio social.