Era un poco argel, como decimos los paraguayos al referirnos a algo antipático, cuando en la universidad o entre amigos te salían con un “Nambre, Paraguay es un cementerio de ideologías y teorías”. Es verdad que tenemos pensamiento concreto y somos gente con mucho sentido común, al menos hasta hace poco. Sin embargo, esta sentencia parecía hacer referencia a un defecto que “los otros”, principalmente extranjeros, no tenían, “un error” en el que esos otros no caían, y un estatus inferior para nosotros.
Es verdad que la mayoría lee poco y estoy convencida de que todo lo formal causa cierto desencanto. “Iformal pe tipo” es un insulto hasta ahora y tiene su lógica… pero, mi experiencia con nuestra gente es que valora el conocimiento, lo que rechaza es el discursismo vacío. No hay tiempo ni ganas de alargar el palabrerío entre la gente de a pie que tiene que trabajar, sobrevivir, también cantar y soñar con su familia, pero muy pocos podrían darse el lujo de parar a leer en la biblioteca, si hay en el barrio.
Antes sí que discutir ideas se convertía en causa de división familiar y del vecindario, literalmente. La adhesión era más bien a las personas. Para bien y para mal. Además, “la vida real” nunca dependió de la palabrería política, sino de la comunidad y sus virtudes máximas: la amistad (expresada sobre todo con la hospitalidad) y la solidaridad.
Obras son amores, diríamos mejor. Por eso una receta de cocina o de remedio casero para la gripe, o una experiencia de vida se escuchaban con más atención y agradecimiento. Por eso mismo, valoramos cada día más a los intelectuales serios que sin cinismo saben decir mucho y profundizar, y también a las personas comunes, como nosotros, que aprenden de la experiencia y la saben transmitir.
Como conservadora, yo respeto y admiro profundamente a las personas realistas porque sé que sí tienen grandiosas ideas, solo que son perlas que no tiran a los cerdos.
En un tiempo de tanto palabrerío vacío es de agradecer cuando algunos nos dicen algo valioso. Me pasó esta semana dos veces y sobre el mismo tema; primero, una carta abierta de una mujer de 60 que explicaba por qué de joven abortó tres hijos y cómo eso le envenenó la vida profundamente 40 años, hasta que pidió ayuda y experimentó el perdón; y luego el impresionante discurso del papa Francisco al Cuerpo Diplomático, el lunes 9 enero: “Construir la paz en la verdad significa en primer lugar respetar a la persona humana, con su derecho a la existencia, a la integridad corporal, y garantizarle la posibilidad de buscar la verdad libremente y […] manifestar y difundir sus opiniones, lo cual requiere que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no solo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos”. Dijo que la paz exige que “se defienda la vida”, un bien que hoy es puesto en peligro no solo por los conflictos, el hambre y las enfermedades, sino demasiadas veces incluso desde el seno materno, afirmando un presunto derecho al aborto. “Nadie puede arrogarse el derecho sobre la vida de otro ser humano, especialmente si este está desprotegido y por tanto privado de cualquier posibilidad de defensa”.
Fue un llamado potente a la conciencia moral y a la acción que espero anoten los que quieren nuestros votos y tienen responsabilidades políticas, a quienes les dijo “trabajen por tutelar los derechos de los más débiles y para que se erradique la cultura del descarte, que lamentablemente incluye también a los enfermos, las personas discapacitadas y los ancianos”.
Espero que Paraguay siga siendo cementerio de ideologías antivida “ñe’êrei” como las que denunció el Papa y apunte a generar ideas propias para mejorar en todo sentido, pero con ese realismo y estilo de vida vecinal y familiar que heredamos y nos debe enorgullecer porque no es parte de la corrupción, sino de la esperanza.