En estos días eternos de enero y por culpa de esa caminata diaria pienso cada día en Asunción. Me disculpo hoy con los lectores porque más que opinar intento reflexionar sobre la desidia del centro histórico casi con un tono fatalista.
En un día cualquiera de enero, el sol pica en la piel y el viento norte golpea con su canícula infernal. Por ello, intento buscar sombra en mi trajinar, pero solo las sombras de los edificios antiguos –a punto de caer– del Centro Histórico intentan sofocar un poco el calor.
En ese recorrido por sus veredas vericuetas debo intentar no caer o tropezar con baldosas rotas o evito las rejillas por temor a desplomarme en el abismo. A veces quisiera comparar a Asunción –en este verano– con los círculos del infierno de Dante Alighieri, pero recuerdo que en ese cosmos imaginario también hay frío y nieve. Y, hablando de la Divina Comedia, si el infierno tuviera olor, creo que olería a excremento.
La Asunción; reitero la del Centro Histórico –no sé en qué momento– se convirtió en un baño a cielo abierto que huele repugnante. Por eso, insisto, ya no huele a jazmines. Tiene un aroma a orín y desechos humanos.
Asunción ya no es territorio de copiosos jazmines ni de naranjos. Ese aroma tan profundo de las flores que caracterizan a la ciudad de antaño que ahora solo copan algunas esquinas de los barrios asuncenos. Hace poco pasé frente a una casita, ubicada en el barrio General Díaz, llena de arbustos, árboles y flores. Un jardín “bosque” con jazmines.
El aroma me atrapó y se impregnó en mi olfato. En ese momento, sentí esa ciudad de los jazmines que tanto se evocan en las prosas. Pero esa ciudad ya no existe, creo. Y solo, por eso, cada que puedo paso frente a esa casita de jazmines, en un intento de captar el aroma privilegiado que emiten esas flores blancas.
¿En qué momento Asunción dejó de ser un poema? Es indignante el olvido y el despojo. La “madre de ciudades” está convertida en un territorio inhabitable, adornada de cloacas a cielo abierto, de basura, de edificios que se caen a pedazos.
Un domingo por la tarde, Asunción solo ofrece una postal de alguna película de terror o de ficción, como aquellas de los universos zombies, por sus calles vacías o sus edificios añejos que se caen a pedazos.
La desidia se apoderó de esta “isla rodeada de tierra”, como diría Augusto Roa Bastos, de este “encierro mediterráneo” refiriéndose al país, según escribe en “La escritura, metáfora del exilio”. Pero me tomo el atrevimiento y lo referencio con la Asunción del Centro Histórico, que a diferencia de otras zonas de esta urbe, esta es la más descuidada. Es en este “encierro mediterráneo” donde todo se cae a pedazos.
Caminar por sus calles es esquivar portones de edificios antiguos a punto de caer, es esquivar a un motociclista para que no te pase encima en plena vereda o un auto que sale del estacionamiento. Es sortear a la porquería depositada en la acera céntrica, frente a algún hotel que se cerró en pandemia. Es taparse la nariz y tratar de no respirar para no aspirar ese aroma inmundo. Asunción es una tragedia hecha realidad. “Nuestra Señora Santa María de la Asunción” ya no es nuestra. Es de nadie. Es hostil. El centro se convirtió en una ciudad fantasma. Inhabitada. Ocupada de día, liberada de noche. Ni es segura, ni es amigable.
Asunción –pareciera que– está siendo empujada al abismo de Ita Pyta Punta. La ciudad se cae a pedazos, en medio de la indiferencia política y ciudadana, en medio de la puja de cómo quitar más dinero del bolsillo de los contribuyentes. Asunción es desidia por donde se la mire. No quiero sonar fatalista, pero creo que Asunción es un cuento lúgubre, y a veces los cuentos no tienen finales felices