Hace ya un año y tres meses que la Cámara de Diputados decidió activar el mecanismo contemplado en el artículo 225 de la Constitución Nacional, sometiendo a juicio político a tres ministros de la Corte Suprema de Justicia: Sindulfo Blanco, Óscar Bajac y César Garay Zuccolillo. Las acusaciones, en todos los casos, revisten una gravedad digna de ser ponderada para votar a favor de una eventual destitución de los afectados.
Intereses espurios, sin embargo, han obstaculizado el normal desenvolvimiento del proceso, contribuyendo de esta manera a agravar aún más el descrédito del máximo órgano judicial de la República. En efecto, qué ciudadano puede confiar en las sentencias que llevan las firmas de estos magistrados, en tanto y en cuanto las serias acusaciones que se les imputan no sean debidamente dilucidadas, de acuerdo a los resortes institucionales a los que están sometidos, contemplados por la propia Ley Fundamental.
Es, pues, momento de definiciones. Bien lo ha expresado el senador Miguel Abdón Saguier. Las prescripciones constitucionales no pueden continuar siendo objeto de un manoseo indecente que no hace más que cubrir de mayor oprobio a una institución –la Corte Suprema de Justicia– que ha perdido todo dejo de credibilidad y de respetabilidad, no solo por parte de los demás poderes del Estado, sino de la propia ciudadanía, que ya no sabe a quién deberá acudir para encontrar jueces honestos y de “notoria honorabilidad” que resuelvan las disputas que se ventilan en sus despachos.
Con ministros acusados de prevaricato, de mal desempeño en el ejercicio de sus funciones y de lenidad, es absolutamente imposible pensar en una verdadera renovación del máximo tribunal de la República, que pueda posteriormente abocarse a emprender la entera reforma de un poder del Estado de tal relevancia institucional, como el Judicial.
Con esta Corte es imposible hablar de seguridad jurídica. En efecto, ¿de qué “seguridad” podría hablarse cuando las sentencias se cocinan por debajo de la mesa, entre gallos y medianoche o siguiendo las instrucciones –el “criterio político”, dijo alguna vez un polémico senador– que los gobernantes de turno pasan por teléfono a sus integrantes? Ni qué hablar de cara al exterior. Tampoco el Ejecutivo puede jactarse de promover fuera del país la radicación de inversiones en el Paraguay, cuando su propia Justicia está contaminada, enchastrada, sospechada de corrupta, negligente y carente de la independencia que su propia Constitución le garantiza, hasta ahora nada más que de manera retórica.
El Paraguay y sus ciudadanos no merecen un espectáculo de estas oscuras dimensiones. Atestiguar pasivamente al triste episodio de la progresiva descomposición moral de su Poder Judicial por causa de magistrados desentendidos del cumplimiento de sus obligaciones, y de politiqueros que han decidido convertir a la Judicatura en un circo de títeres a los que dictar lo que deben sentenciar a fin de consolidar sus privilegios. Es hora, pues, de renovar una Corte Suprema de Justicia que –salvo algunas honrosas excepciones– apesta.