Hace dos mil años la dignidad total del hombre era indicada con el término civis romanus; dignidad conferida por el emperador. Hoy es el Estado el que determina quién tiene el derecho total de ser persona, quién lo es integralmente y concretamente, de tal modo que pueda hacer uso de sus derechos. Así lo expone Luigi Giussani en su libro El yo, el poder y las obras, señalando con aguda claridad una realidad que tiene más vigencia que nunca: la dignidad del ser humano está definida por la ley del país que le toque, por su estado de salud, utilidad en la sociedad o perspectiva de vida, y hasta por la pertenencia a un partido o grupo social.
Esta concepción del poder, en donde el ser humano tiene un valor relativo y no intrínseco, lo expone en la actualidad con evidencia figuras como Hillary Clinton, candidata presidencial del Partido Demócrata de Estados Unidos y ex secretaria de Estado de Barack Obama, quien en una entrevista en abril pasado, en el programa Meet the Press de la cadena NBC, afirmó que “la persona no nacida no tiene derechos constitucionales”.
Es decir, un ser humano, único e irrepetible, con ADN definido e inédito, no tiene ningún valor en el vientre materno porque el Estado y las leyes así lo definen. Una postura macabra e irracional, impulsada por la que posiblemente se convierta en la mandataria del país más poderoso del mundo, acostumbrado a imponer su propia visión ideológica en países latinoamericanos, a través de presiones económicas.
Sin embargo, la postura de Clinton y Obama no pasa solo por los 20 millones de dólares que, según The New York Times, recibiría la mujer para su campaña de parte de la multinacional del aborto Planned Parenthood, investigada por tráfico de órganos de fetos, sino más bien por la concepción del Estado como fuente y origen de todos los derechos, y con atribuciones sin límite sobre la vida de los habitantes de la nación.
Y errores como estos se repiten en la historia, con resultados funestos. A mediados de la década de los 30, del siglo pasado, el Tribunal Supremo de Alemania se negó a reconocer que los judíos que vivían en ese país eran “personas” legítimas, con lo cual estos perdieron sus derechos y la protección constitucional, lo que, posteriormente, facilitó su exterminio “legal”, ante la complacencia de gobernantes.
Está claro que el aborto es una realidad existente, dolorosa y destructiva, impulsada por la desesperación, la soledad o la ignorancia de la madre, la que también termina siendo víctima, incluso, fatal. Sin embargo, no debería ser el Estado –cuya función básica es la de proteger el derecho a la vida del ser humano, tenga la edad o el desarrollo que tenga– el que promueva estos crímenes como un bien, un progreso y hasta considerándolo un “servicio de salud”. Ninguna sociedad que se jacte de justa y libre se construye cerrando los ojos ante la eliminación diaria de miles de niños y niñas por nacer. Podrán negarles derechos constitucionales, pero nunca su dignidad humana.