Aprovechando el hecho de que por única vez en el año la Iglesia jerárquica se convierte en centro de atención nacional por obra y gracia de la sentida y respetable religiosidad popular –es decir, de manera oportunista–, los obispos paraguayos se dedican con devoción a la tarea que más conocen y mejor cumplen: pontificar sobre moral y buenas costumbres.
Desde su privilegiada cátedra de pontífices, se encarnizan contra los integrantes de la muy deteriorada clase política, en el entendido de que ante la absoluta falta de méritos que exhibir, estos sobrellevarán los agravios en el más absoluto de los silencios, sin caer en la tentación de responder jamás a las diatribas pronunciadas desde el más alto tribunal de fe que existe en la República.
Desde luego, la crítica supone cuando menos, o debería suponer, que quienes la formulan gocen de la respetabilidad, el testimonio de vida y la altura moral que implica el ejercicio honesto de su profesión y la adhesión sincera a las doctrinas que públicamente se manifiestan. Pero no es así entre nuestros obispos; por lo tanto, sus cuestionamientos están vaciados de contenido y no producen ni producirán nunca el efecto hipotéticamente deseado de generar una transformación en la sociedad.
Para ser creíbles, la primera tarea a la que los obispos paraguayos deberían abocarse de manera prioritaria e ineludible es a formular su propia autocrítica. Luego, tras la reflexión, al pedido de perdón al pueblo paraguayo, en similar actitud de humildad y grandeza de espíritu que la demostrada por Karol Wojtila en el año 2000, cuando solicitó públicas disculpas a la humanidad por los crímenes cometidos durante dos milenios por la Iglesia por él encabezada.
Las truculentas historias protagonizadas en las últimas dos décadas por gente como Demetrio Aquino, Jorge Livieres Banks, Fernando Lugo, Pastor Cuquejo y Rogelio Livieres Plano, por no mencionar sino algunos de los nombres que públicamente fueron asociados a casos escandalosos que supusieron la inmerecida humillación –cuando menos– de la feligresía católica, exigen que el episcopado paraguayo se coloque en humilde posición de penitentes antes que en soberbia actitud de jueces éticos de sus conciudadanos.
Mientras esa postura autocrítica no sea asumida, todo lo que digan los obispos en Caacupé será interpretado por la sociedad como lo que es: pura cháchara de comadronas, lamento de beatas, vacuo ejercicio de demagogia sin ninguna capacidad de incidir en esa realidad nacional a la que, los obispos nos aseguran, pretenden ayudar a tornar cada vez más justa y más humana.