La democracia, como concepto, existe desde la antigua Grecia. Ya Pericles, en el año 431 a. de C., la había definido así: “Puesto que la administración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se lo ha llamado democracia”. No enturbiaba la definición el hecho que en Atenas solo votaban varones adultos terratenientes, alrededor de 15% de la población.
Roma, en la época de la república, también elegía a sus máximas autoridades, los dos cónsules, en elecciones anuales donde votaban todos los ciudadanos, a excepción de las mujeres. Solo que el sistema de votación era tal que los votos de los nobles y los ricos pesaban mucho más que los votos de ciudadanos comunes, y como aquellos votaban primero, en la mayoría de los casos los ganadores ya eran proclamados antes que los demás siquiera hubieran tenido oportunidad de sufragar. Democracia igualmente.
Y así, sucesivamente. Hay pocas dictaduras en el mundo, aun de las más odiosas y brutales, que no hayan encontrado forma de legitimarse a través de las urnas, con ardides desde burdos hasta sofisticados. En nuestro país también hemos ganado bastante experiencia en este menester. Todos se han autodesignado con el mote de gobierno democrático. Y cuando ponen la palabra “democrática” en el nombre del país, ¡agarrate Catalina!, que la dictadura viene brava. Recordemos, como muestra, a la finada República Democrática Alemana.
La democracia política, entonces, es un concepto elástico e instrumental, adaptable por cada uno a sus circunstancias particulares. Pero hay otra democracia, una democracia cotidiana, ejercida libremente por todos, hombres, mujeres, niños, nacionales y extranjeros. Una democracia que se vota todos los días en las urnas de las cajas registradoras. Una democracia poderosa que enriquece a algunos y manda a otros al exilio de la quiebra, según sirvan o no a los intereses de los electores. Esa votación diaria, en la que todos nosotros sufragamos al elegir un producto sobre otro, comparando precio, calidad, estética y muchos otros factores, es la economía de mercado.
La democracia del mercado es más valiosa, y contribuye más a la calidad de vida de los ciudadanos, en la medida que hayan muchos candidatos compitiendo en iguales condiciones por la preferencia de los electores. Esa competencia obliga a todos a tratar de ser mejores, de ofrecer más por menos, de ser más útiles. Todos se benefician, y los productores locales que se perfeccionan para participar exitosamente en esta elección nacional ya están bien capacitados para salir a los mercados internacionales y a competir globalmente, contribuyendo así al desarrollo nacional.
Hoy en el Paraguay podemos elegir en un mercado donde están presentes productos de todo el mundo. Podemos comprar galletitas o cervezas paraguayas, alemanas, argentinas, chilenas, japonesas, para cada gusto y bolsillo. Y así, miles de otros productos. Pero no ha sido siempre así. Las fuerzas del proteccionismo están siempre al acecho, buscado coartar esa libertad de elección, mediante aranceles, barreras no arancelarias, subsidios y gravámenes que favorecen a unos productores sobre otros, socavando la libertad de elección del consumidor.
Desde finales de la segunda guerra mundial se instaló universalmente una tendencia a reducir barreras, aranceles y subsidios. Entidades multilaterales como la Organización Mundial de Comercio han influido poderosamente para liberalizar los mercados. No es coincidencia que ese mismo periodo ha visto el mayor crecimiento de las economías, y la mayor reducción de la pobreza, en toda la historia de la humanidad.
Hoy, sin embargo, se perciben en muchos países focos de populismo xenofóbico y proteccionista que ponen en riesgo los grandes logros de la libertad de elección. Estemos atentos a los síntomas, y cuidemos que estos virus no se propaguen a nuestro país. Si nos contagiamos, comprometemos nuestra democracia de cada día, y todos perderemos.