Por Natalia Ferreira Barbosa / Foto: Fernando Franceschelli.
A unos metros de la ruta II hay una hilera de taburetes, en cada uno de los cuales reposa una enorme canasta de chipa, todas ellas celosamente cuidadas por más de una decena de mujeres vestidas con remera celeste estilo polo, un delantal del mismo color, falda azul marino, cinto negro, medias de nailon y chatitas oscuras. Llevan el pelo recogido en un rodete y un quepis las protege del sol. No demoran un segundo en atender a los clientes que detienen sus automóviles en el lugar conocido como parada obligatoria. Tan popular se ha vuelto la Chipería María Ana, que incluso figura en Google Maps.
En el fondo del local, en un salón de cuyas paredes cuelgan varias fotografías, esperamos a la mujer que hizo de la chipa su negocio, su vida. En cada una de esas imágenes, la protagonista es la misma: una señora de cabellera dorada, con varios expresidentes e incluso con el papa Francisco. Tras un momento aparece María Ana López (63) y, después de presentarse, dice: “Esta es mi casa —sonríe—. ¿Quieren cocido?”. El olor a chipa recién horneada es penetrante. Es que detrás del salón hay una pileta en donde se colocan los productos bien calientes. Ya es hora de conocer a María Ana.
—¿A qué le dedicás tu tiempo ahora?
—A mi granja, ahí refresca más. Me voy allá porque ya soy un poco vieja y tengo que descansar un poco. Mi hijo se encarga de las cosas de acá, junto con algunos sobrinos. Trabajamos en familia, porque casi todo es manual para preparar la chipa. Yo no me acostumbro a usar muchas máquinas, solamente tenemos para amasar.
—¿Por qué creés que a la gente le gusta tanto la chipa que preparan acá?
—Mezquino demasiado mi chipa —responde sin pensar dos veces—, por eso uso siempre mercaderías de primera. ¿Cómo voy a hacer un producto sucio, si eso es algo que van a comer mi hijo o mis nietos? Aquí no usamos ningún producto químico. Natural es nuestra chipa.
—¿Y de dónde comprás la materia prima?
—Tenemos muchas personas que dependen de nosotros: compramos de productores grandes y chicos. Ahora nos exigen los documentos (factura legal) de todos los productos. Y con eso muchas personas sufren, porque no podemos más comprar almidón casero, (los que fabrican esos productos) no tienen documento. La grasa de chancho, ¿cómo va a tener documento? Eso me preocupa mucho.
—¿Quiénes son los afectados?
—Por ejemplo, el almidón de Capiibary, los que me venden no tienen papeles. Lo mismo ocurre con el queso de Caaguazú o de Campo 9, y la grasa de Coronel Oviedo o Villarrica. Siento mucho eso, porque le quiero ayudar a esa gente.
—¿Tuviste que dejar de trabajar con ellos?
—Exactamente. Eso te golpea, porque le decís que no vas a poder usar más su almidón ya que no tiene documento. Pero estamos en el Paraguay. La mandioca es paraguaya, el queso también. Hace cuestión de dos a tres años empezó esto (de exigir factura). Yo sé a quién le puedo ayudar, de dónde puedo comprar los productos de buena calidad que hacen.
—¿Cuántas personas trabajan contigo?
—Para la fabricación de la chipa están 15, en dos grupos que trabajan en turnos diferentes. Después tengo 38 vendedoras, a las que doy la chipa y así ganan por comisión, dependiendo de la cantidad que vendan. Ellas trabajan libremente, yo no soy la patrona. Yo les vendo la chipa y ellas venden otra vez.
—¿Es cierto que preferís contratar a madres solteras como vendedoras?
—Sí. ¿Sabés por qué? Porque yo soy madre soltera. La responsabilidad que tenés de ser papá y mamá te da otra fuerza, otra mentalidad. Muchas veces venden y venden y ni se acuerdan de tomar agua. No me puedo quejar de mis compañeras de trabajo, porque durante mucho tiempo fui chipera. Nunca les digo que soy patrona, soy compañera de trabajo y hablamos mucho. Cuando comencé la chipería, les traje a ellas conmigo porque conocía sus problemas.
—¿Cómo te afectó eso?
—¡A la pucha! Éramos demasiado pobres, no teníamos casa. Mi mamá era lavandera, también era madre soltera, estábamos entre cinco: cuatro mujeres y un varón. Mi hermana mayor empezó a vender chipa y me dijo que ganaba bien. Cuando tenía 14 años empecé a vender en el centro, en Barrero. En esa época no teníamos zapatos ni nada. Luché mucho para comprar un terrenito y hacerle a mi mamá una casita. A partir de ahí empezamos a hacer nuestro hornito. Antes había una señora que me prestaba el suyo. Durante 21 años vendí chipa en la calle y hace 43 que trabajo en esto.
—¿Cómo era la relación con tu mamá?
—Nuestra mamá era todo, por eso para mí es muy pesada su ida. Falleció hace un año y dos meses, cuando tenía 83 años. Siento que me quedé sola —se le entrecorta la voz—, porque todo era mi mamá, no me iba a Asunción sin pedirle permiso a ella. Tuvo un derrame cerebral y se quedó en coma, el doctor me dijo que la trajera a mi casa y acá la cuidé por cuatro meses. Ella se merecía esos cuidados, porque demasiado luchó por nosotros. No nos dio tanto estudio, pero trabajo sí. Le agradezco mucho y le quiero demasiado.
—¿Hasta qué edad fuiste a la escuela?
—A los nueve años dejé la escuela, terminé el segundo grado y después empecé a trabajar con mamá lavando ropas. Ella me había dicho que cuando pudiera firmar y leer un poquitito ya iba a salir de la escuela.
—¿Con quién vivís ahora?
— Con mi hijo, tengo uno solo. También tengo tres nietos que siempre están conmigo.
—¿Y el padre de tu hijo?
—Ya se murió, tenía problemas de pulmón. Le acompañé a los hospitales en los últimos tiempos. El hijo que él me dio fue mi felicidad. Estuvimos 12 años juntos, y cuando el nene tenía ocho años, él se fue.
—¿No hay un candidato ahora?
—No —ríe—, ya no hay, ya soy vieja. Una amiga se casó a los 62 años, y su marido tiene 35 años. Ivalete kóa (Es tan valiente). Yo ya no estoy más acostumbrada. Estoy demasiado bien así: cuando tengo hambre, como; cuando quiero dormir, duermo. Si tengo marido, voy a tener que cocinar, hacer tereré, todo yo. Quiero ser libre.
—Aparte de trabajar, ¿qué te gusta hacer?
—Disfruto de muchas cosas, me gusta bailar y pescar. Como mi mamá lavaba la ropa en el arroyo, nos acostumbramos a sacar pescaditos.
—¿Qué pensás de tu popularidad?
—La otra vez me llamó una amiga de Estados Unidos y me comentó que yo soy demasiado famosa, que estaban orgullosos de mí. También me dijo: “Vos siempre con tu misma ropa”. Y yo eso no llevo en cuenta. ¿Para qué voy a cambiar? Lo que quiero cambiar es mi cara, quiero ponerme más joven, le respondí. Y entonces me preguntó por qué no me hago cirugía plástica y le contesté: "¡Cirugía plástica, nde tarova! (estás loca)”. Yo soy María Ana, así se me conoce. Yo le quiero ayudar a la gente, porque nosotros no teníamos nada. Una persona que no tiene nada al comenzar, no lleva en cuenta las cosas que tiene. Y así soy yo.