El Lada familiar, de repente, se volvió ingobernable. Estaba en Quiindy, de camino a San Ignacio, y el comportamiento del auto era sorprendente, pues lo había comprado hacía poco tiempo. El mecánico al que acudió le dijo que el rodado tenía problemas con la dirección y que no era aconsejable que completara su viaje. Estela Lezcano se resignó y, peleando con el problema durante todo el camino, emprendió el regreso a Asunción. No lo sabía en ese momento, pero ese incidente marcaría el derrotero de su vida.
Aquel interrumpido viaje a Misiones le permitió a Estela reconsiderar la invitación de una amiga, quien la había animado para que la acompañase a Colonia Independencia, convite que tuvo que rehusar porque ya había aceptado otro que le habían hecho unos amigos para trasladarse al sur del país.
Era un momento difícil en la vida de Estela. En 1995 había fallecido su madre, y en 1996, su padre, con quienes ella había vivido siempre. Sus nueve hermanos restantes estaban casados y con sus familias hechas. Estela era la única que permaneció soltera. Como psicóloga laboral tenía un buen puesto en una empresa, con una tarea administrativa, de manejo de personal.
Pero tras la muerte de su madre, Estela y su padre se mudaron a Calle’i, San Lorenzo, porque la casa paterna de barrio Jara ya resultaba muy grande para ambos. Dejó su bien remunerado trabajo para cuidar a su papá. Lamentablemente, al poco tiempo también él fallecería. Y así, de repente, Estela se encontró sola.
Es en ese momento en que se produce el frustrado viaje a Misiones y la consecuente visita a Colonia Independencia, al hogar de las Hermanas Evangélicas, donde Estela, finalmente, se quedó a vivir durante un año.
“Siempre digo que en ese lugar aprendí a vivir por fe, que ahí ingresé a la universidad de la fe. Estoy convencida de que en ese tiempo que pasé con las hermanas, el Señor me estaba capacitando, formando para algo más grande”, afirma Estela con profunda convicción religiosa.
Niños en peligro
Estela volvió a su casa pero siempre se mantuvo en contacto con las religiosas. Así se enteró de un hecho que más adelante cambiaría el rumbo de su existencia. Un día, cinco pequeños llegaron hasta el hogar de Colonia Independencia. Guiados por el mayor, de solo 10 años, buscaban un lugar que los acogiera para escapar de una vida miserable, en la que un padre alcohólico los golpeaba y no los alimentaba.
De los cinco, Teodoro, el mayor, el único que no era hijo propio del abusador, era quien se encontraba en mejores condiciones. Vivía fuera de la choza en la que permanecían sus hermanitos, lo que para él fue una ventaja porque así podía alimentarse mejor, gracias a los vecinos y a que podía ir a pescar mbusu en un arroyo cercano.
Los cuatro más pequeños, Hermes, de siete años; Pastor, de cinco; Olga, de tres, y María, de un año y medio, se encontraban en condiciones lamentables. La menor, incluso, presentaba moretones, producto de los golpes que le propinaba su padre cuando no paraba de llorar a causa del hambre.
Las hermanas constataron el deplorable estado en el que estaban los chicos y decidieron dejarlos con ellas. “Como las hermanas hablan poco español, me pidieron que interviniera con ellas ante la Justicia para rescatar a los niños. Yo actuaba como traductora del idioma guaraní para ellas”, recuerda la entrevistada.
La Justicia les retiró la tenencia a los padres de los niños y estos fueron entregados a una familia campesina, que sería supervisada y ayudada por las religiosas. Pero la familia acogedora ya tenía cinco hijos y en ese momento se dio cuenta de que la situación no iba a ser fácil de sobrellevar.
“Teodoro pescaba mbusu en los arroyos o mataba algún pájaro, y eso cocinaba para sus hermanitos; o les daba frutas silvestres. El papá era fuerte todavía y carpía, pero todo lo que le pagaban gastaba en bebida”.
Los chicos volvieron con las religiosas por tres meses, quienes en ese ínterin se pusieron a buscar otra familia para ellos. Recorrieron todo los lugares posibles, hogares alternativos. Nadie quería a los cinco juntos. Algunas familias querían quedarse con solo uno de ellos, pero las hermanas no querían separar a los hermanos.
“Yo oraba para que encontraran un hogar. Nunca se me pasó por la mente que esos chicos estarían conmigo, no me veía potencialmente hábil. Como era soltera, creía que la Justicia no me iba a dar la responsabilidad de manejar a cinco chicos”, recuerda Estela.
Pero un día la entrevistada reflexionó sobre la situación y empezó a cambiar de opinión con respecto a la posibilidad de recibir a los niños. “Les dije a las hermanas que creía que estaba en condiciones de acogerlos, porque contaba con casa propia, amor suficiente y tiempo, pero que no sabía si era hábil; si lo fuera, con mucho gusto me encargaría de ellos”, afirma.
Las religiosas le dijeron que averiguara si era factible que le dieran la tenencia. La Justicia le respondió que si tenía forma de mantenerlos, le darían la custodia. Hicieron los trámites y Estela obtuvo la tenencia legal de los cinco.
Madre hay una sola
Para cuidar a los chicos, la buena samaritana debía dedicarles todo el tiempo posible, por lo que tuvo que dejar de trabajar. “Decidí que íbamos a vivir por fe, confiando en que Dios cubriría todas nuestras necesidades. Renuncié a la posibilidad de reintegrarme a mi anterior trabajo, que me estaba esperando, y me dediqué mil por mil exclusivamente a los chicos”, manifiesta.
El 5 de enero de 2000, los pequeños se instalaron en la casa de Calle’i. “La más chica no caminaba, parecía un bebé de seis meses. Estaba llena de moretones, porque cuando lloraba de hambre su padre solía golpearla contra la pared. En Teletón le dieron alimentador cerebral, pero poco y nada le ayudó", cuenta Estela con tristeza.
Una amiga de Estela les dio asistencia odontológica, un clínico se ofreció a desparasitarlos, Inpro se encargó de la parte psicopedagógica. No les faltó profesionales que los atendieran. Asistieron a la escuela, donde tuvieron que enfrentar los problemas derivados de los maltratos y la desnutrición.
Entonces, su madre del corazón los sacó de vuelta y ella misma se encargó de darles instrucción escolar.
Construyeron una pequeña granja en el patio de la casa y con su madre llevaron adelante emprendimientos constantes para que aprendieran con la práctica. “Nada fue fácil, fue un batallar constante. La adolescencia fue difícil, los varones se fueron de la casa, los volví a rescatar”, cuenta.
Pasaron 18 años. El mayor, Teodoro, es técnico en refrigeración, tiene su propio vehículo y trabaja en forma independiente. Los dos menores trabajan en una carpintería que Estela compró con el dinero que le dejó la venta de su auto.
“La carpintería quedó bajo la dirección de un sobrino mío. Mis hijos son muy guapos, pero necesitan la dirección de alguien. Uno ya es un lustrador muy bueno”, dice Estela con orgullo de madre.
Se están preparando para el futuro. “Si van a formar familia tienen que encontrar una persona que los comprenda, por la condición en la que quedaron, pero son muy buenos. Esta casa la doné a una asociación con la condición de que sea usada con fines sociales y de que las dos chicas se queden en la casa cuando yo ya no esté", dice.
Estela escribió un libro, En las manos del Padre, que en palabras de la autora “es un testimonio viviente de cómo Dios interviene en las cosas pequeñas del diario vivir. Quiero que se conozca esta historia hoy que vivimos en medio de tanta desesperanza. Por eso decidí escribir, para que le sirva de ayuda a mucha gente”. Un ejemplo de que el amor obra milagros.