En la democracia aumenta el peligro de la tiranía, dijo Alexis de Tocqueville en La democracia en América. Parecería una crítica a la democracia, pero no lo es. El libro, publicado en 1835, dice que, con el tiempo, la democracia se volverá el sistema político comúnmente aceptado; que habrá dos potencias mundiales, Rusia y Estados Unidos; que Estados Unidos aventajará a su rival Rusia. No fueron profecías, sino una correcta interpretación del proceso histórico, y por eso debemos tomar en serio la advertencia de Tocqueville sobre el peligro de la tiranía.
De hecho, los totalitarismos se dieron en el siglo XX, más que en el siglo XIX, donde no faltaron monarquías absolutistas. Fernando VII de España decretó la pena de muerte contra quien gritara en la calle ¡viva la libertad! y ejecutó a unas seis mil personas por motivos políticos. Una barbaridad, aunque menor que las de Francisco Franco, que mató mucho más, aunque no tanto como su mentor Adolf Hitler.
Hitler ganó las elecciones de enero de 1933, con el 33% de los votos. Ganó a causa de la división de los partidos políticos, de la desesperación provocada por la crisis económica y de un hábil sistema de propaganda. La propaganda, tal como se desarrolló en el siglo XX a causa de los medios de comunicación y de transporte, no se la pudo imaginar Tocqueville. Además, Hitler tenía un eficaz sistema paramilitar: 400.000 hombres en la SA y 50.000 hombres en la SS. Casi diría sistema militar, porque el ejército tenía solo 100.000 hombres y carecía de armas pesadas; la calle era de los nazis.
¿Quién financiaba esos 450.000 individuos que no trabajaban? Las grandes empresas que apoyaban a Hitler. Hitler también se declaraba socialista y despotricaba contra los burgueses, los reaccionarios, etc. Esa retórica anticapitalista fue común a los movimientos fascistas europeos, por lo demás financiados por capitalistas. Por eso la Alemania democrática surgida después de 1945 controló por ley el financiamiento de los partidos políticos y la propiedad de los medios de comunicación. Después de 1980, el liberalismo aflojó esos controles.
Llegado al poder con medios democráticos, Hitler destruyó la institucionalidad; no necesito explicar qué hizo porque se sabe. El triunfo electoral no le autorizaba a destruir la institucionalidad; puede parecer obvio, pero conviene repetirlo porque, cambiando lo que se debe cambiar, se quiere hacer aquí algo similar: con votos dudosos, se quiere imponer la reelección presidencial en el Senado. Con un millón de dólares, yo hago bailar desnudos a cinco ministros paraguayos, dijo el Bello Cónsul hacia 1980.
Vale también para ciertos parlamentarios, con el debido reajuste por la inflación: dicen que ahora el voto cuesta un millón de dólares. Podrán ser más o menos dólares; lo alarmante es que exista un precio.