Anteayer mi abuela Herme hubiera cumplido 97 años. Tuve el honor de acompañarla durante su trance al descanso eterno. Fue el término de una vida llena de sentido de una mujer campesina, hija, nieta, esposa y madre de campesinos.
Para amarla, reconozco que tuve que aprender a conocerla y para ello dedicaba gran parte de mi tiempo a su lado para hacerle preguntas sobre sus cosas y así, desde niña, fui adentrándome en su visión de la vida, sus anécdotas, sus cuentos, sus rezos, sus sufrimientos, sus anhelos, su humor, su tremendo carácter forjado con tantas experiencias. Muchas de esas historias las grabé porque no podía dejarlas en el olvido.
Hoy, viendo tantos campesinos marchando en la ciudad, a sus dirigentes y a las autoridades que los “atienden”, me pregunto: ¿Cómo dar respuesta a un problema que en verdad evitamos conocer hasta el fondo? ¿Cuándo se terminó de levantar la barrera que separa hoy la razón y el corazón de la conducta de los paraguayos?
Abuela era una mujer que no perdía el tiempo nunca, ni el silencio, ni la noche, ni el descanso eran para el ocio. Pero no solo sabía trabajar, lo hacía cantando, jugando, enseñando en su expresivo guaraní. Tuvo 9 hijos, varios ahijados, nietos y bisnietos.
Era liberal “no fanática”, como ella decía, y a sus autoridades solía criticarles la falta de patriotismo. Más de una vez le oí sentenciar ese “ndovaléi”, que tantas cosas significan en la gente del campo. Pero eso no la inmovilizaba, no le quitaba el sueño. Si ese mismo señor “vale’y” necesitara de ella, allí estaría. Doy fe. Porque no eran enemigos de clase. La crítica era para enmendarse. La vida de una kuñakarai por más precaria que fuera no estaba determinada por la actitud del poderoso.
La condicionaba, sí. Como aquellas ocasiones en que la historia le hizo un lugar al abuelo y tuvo que ir a la revolución o cuando a sus hijos les insinuaban que eran “comunistas”, grosería pesada y peligroso fichaje en su época. Irónica, al fin, aquella ignorancia supina de quienes debían velar por el bien común y, sin embargo, lo descomponían. Lo que menos hubiera aceptado mi abuela era una interpretación tan chata de la realidad como la del materialismo marxista. También la indolencia de los poderosos y los individualistas de la ciudad le hubieran indignado. Porque para ella lo sustancial era la dignidad en clave de servicio. “Che ko cristiana hína, che memby”, le decía al enfermero que quería asearla en el hospital en sus últimos días.
Defendía su espacio personal como una guerrera libre. Para esta campesina la palabra dada y el honor eran su carta de presentación, su “delicadeza”. Nadie podía manipularla y creo que ese es el karaku de la cuestión del problema campesino. Es algo más profundo que condonar sus deudas. ¿Quién atiende, valora y respeta su voz, su persona y su libertad? Solo el que se siente karai y kuñakarai escapa de la manipulación y forja libremente su destino.