17 abr. 2024

Acróstico de Navidad

Carolina Cuenca

Nada que ver. Las cartas al Santa polonorteño. Nada que pensar. Solo comprar y comprar.

Amigos que brindan y se desean otro buen año. Entre copas una amiga pregunta si el antidepresivo se puede consumir con alcohol.

Vida dura. Dos niños venden dulces en canastos de mimbre. No tienen nombre, ni carta, ni campanitas de Belén, pero mañana mismo pueden traer flores de coco para el pesebre, marchante.

Indigentes y ancianos. ¿Cuándo se ha visto tanta gente hablando sola por las calles? Y de yapa son paraguayos.

Duermen la siesta. El niñito del pesebre y su cortejo de barro. Según decreto de los mayordomitos de la tradición, uno tiene 3, el otro 5. La ofrenda de mango va para la merienda, pero ocupa su puesto una sandía grandota.

Alarma. Enmiendas, reelecciones. Nunca la Constitución fue tan respetada y respetable, al menos en la tele. Enhorabuena. Le piden al Papa dar un veredicto. Él mira hacia Alepo. Allá también es Navidad.

Dios, el Logos, se encarna. Antes de la cena del 24, pintura y arreglos de último momento para mejorar la fachada de las casitas. Cuando faltan cinco para las doce, pirotecnia. El pueblo no lee carteles de advertencia.

Danos hoy nuestro pan. De la plaza se robaron un cuadro que reproduce pinturas bien hechas. ¿Servirá de base para alguna parrilla o alguno de los ladrones prefiere el arte al asado?

En la tierra como en el cielo. Brotan lágrimas al saber del niñito torturado por su padrastro. Locuras del mundo debajo del mundo. Aunque en el desastre surgen también manos solidarias que se ofrecen a resguardar gratuitamente esta preciosa vida humana.

La Virgen se está peinando. La hemos dejado en Caacupé. Inmaculada consoladora de angustias antiguas y nuevas, compartidas con ella desde siempre por todo un pueblo que, sin duda, no es huérfano de Madre.

Pesebre, pan dulce, pececitos que beben en el río al ver al Dios nacer. Quien no entiende la fuerza de la experiencia acumulada y transmitida como tesoro sencillo, quien no la valora, quien no comprende la fe, en sus gestos y en sus inspiraciones, está lejos de casa, lejos del Paraguay profundo.

Y, aunque es evidente que estamos ante un cambio de época gigantesco, nuestra nación no acepta Cifuentes que puedan prohibirnos ser lo que somos: un pueblo arraigado en el cristianismo primigenio que manifiesta, generación tras generación, en su porte y con su propio estilo, el gran misterio de la encarnación.

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