18 abr. 2024

Violencia contra la mujer

Gustavo A. Olmedo B.

El próximo lunes 25 se recuerda el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, en un contexto difícil, pues de confirmarse los crímenes registrados en la semana, serían alrededor de 40 las paraguayas asesinadas por sus parejas; cinco de ellas en el extranjero.

Estos crímenes envueltos entre engañosos paños de relaciones afectivas patológicas y maltratos acallados, deben provocarnos dolor y también preguntas. Y no basta con recurrir a repetidos clichés sobre la sociedad “machista y patriarcal” –como dirían las agrupaciones feministas– para pensar que ya tenemos la respuesta y dejarlo “todo solucionado”.

Tampoco bastará marchar por las calles gritando consignas para que este profundo flagelo de la violencia y muerte contra el semejante, encuentre solución.

La forma más común de violencia experimentada por mujeres a nivel mundial –según la ONU– es la física infligida por una pareja íntima, lo que incluye las golpeadas y obligadas a tener relaciones sexuales. Y aquí habría que agregar el tráfico de mujeres, la prostitución y la muerte de inocentes mujeres en el seno materno, una de las violencias más radicales y silenciadas.

¿Por qué un hombre golpea o maltrata a una mujer? O, ¿cómo es posible que en un momento desee la muerte de quien supuestamente ama? Está claro que en estos casos hay variables fuertemente relacionadas con la salud mental, la educación y el ambiente familiar de los individuos involucrados.

A decir de la propia Sociedad de Psiquiatría de Paraguay, la situación de la salud mental en nuestro país “es preocupante”. No se la toma con la seriedad que requiere. Miles de personas enfrentan –sin ayuda– depresiones, soledad, carencias afectivas graves y falta de sentido de la vida; el vacío nos vuelve violentos. Y las carencias en este campo van desde la concentración de siquiatras en Asunción, la falta de infraestructura en los hospitales, los que no cuentan con salas de internación para pacientes en crisis o especialistas de fácil acceso; hasta la falta de presupuesto y medicamentos.

Pero también están otros dos pilares claves que pueden ayudar a comprender este preocupante fenómeno: la educación y la familia. ¿Cuál es la concepción que tengo de mí mismo? ¿Cuál es la idea que poseo de la mujer? ¿Comprendo cuál es mi dignidad y la del semejante?

Es un hecho, que la justa mirada hacia uno mismo, la autoestima; el respeto por el semejante y sus ideas; la necesidad de relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer, entre otros, pasan por estos dos ejes interactuantes. Porque la educación, más allá de la formal escolar –muy necesaria–, está marcada por aquella del hogar, la convivencia doméstica.

La forma en que el padre trata a la madre; la colaboración en las tareas domésticas; el respeto a las diferencias de sexo entre familiares; una mirada crítica hacia la mujer-objeto, hacia el uso de la violencia como herramienta de resolución de problemas; el ejercicio del diálogo, entre otras prácticas sencillas, conforman una saludable cosmovisión que luego se reflejará en el quehacer cotidiano. Es simple, pero la realidad muestra que su aplicación no es sencilla.

Es necesario superar esa cultura que considera la violencia como una forma legítima de resolver los conflictos “y que asocia la violencia a la masculinidad”, dicen especialistas.

“Para conocerse bien y crecer armónicamente, el ser humano tiene necesidad de la reciprocidad entre hombre y mujer” y “cuando no sucede, se ven las consecuencias”, recordaba Francisco en un encuentro de matrimonios. Pero ello no es automático, implica un trabajo educativo personal y la ayuda para reconocer el valor inviolable de la dignidad de la otra persona. Quien sabe de dónde viene y hacia dónde va; quien goza de sí mismo y está en paz, quien se descubre valioso y amado así como es, con sus debilidades y virtudes, no tendrá como opción el crimen. Es hora de buscar una sociedad que mire estos ideales.

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