Andrés Colmán Gutiérrez
Periodista y escritor.
El yvága rape, el largo sendero de tierra en medio del verde paisaje que cada Viernes Santo se cubría de miles de candiles de apepu, encendidos cual estrellas al atardecer, iluminando el paso de multitudes de creyentes en el mágico Vía Crucis hasta el anfiteatro natural de La Barraca, este año se quedó vacío y a oscuras, desolado y en silencio.
En 28 años desde que la pequeña comunidad rural de Tañarandy, en las afueras de San Ignacio, Misiones, se había convertido en el epicentro de la Semana Santa paraguaya, convocando en promedio a unas 20.000 personas a una manifestación al mismo tiempo religiosa, artística, cultural y turística, por primera vez la misma se ha debido suspender ante la pandemia del Covid-19.
El impacto económico para la economía regional es grande, ya que la mayoría de los hoteles y locales gastronómicos tienen a esta semana como la principal fuente de ingresos en el año, pero es aún mayor el impacto emocional en los pobladores y en muchos frustrados asistentes, que se ven privados de una experiencia esencial que han estado esperando durante meses. Su principal impulsor, el pintor y escultor misionero Koki Ruiz, en lugar de sus esperadas creaciones artísticas para el evento, decidió pintar un expresivo cuadro de homenaje a los médicos y trabajadores de la salud ante la emergencia.
Situaciones similares han experimentado otros característicos eventos masivos religiosos, culturales, turísticos y gastronómicos, en varios puntos del país, como el tradicional Chipa Rape, que se realiza cada Jueves Santo en la ciudad de Eusebio Ayala, o el Vía Crucis del Kurusu Cerro en la compañía Zanja Hû, de Atyrá, ambas localidades del Departamento de Cordillera, escenarios multitudinarios que ahora reposan en espera de otras semanas santas en mejores circunstancias.
RITUALES CORTADOS
La Semana Santa es una de las conmemoraciones religiosas traídas por los conquistadores españoles que se han enraizado profundamente en la cultura popular del Paraguay, al igual que en otros sitios del continente, y que desbordan el plano religioso para proyectar además tradiciones folclóricas propias de nuestro país.
Es habitualmente una época de profunda movilidad por las rutas, de viajes principalmente desde la capital y las grandes ciudades hacia el interior del país, como también de parientes que llegan desde otras naciones cercanas o lejanas, para visitar a familiares principalmente de zonas rurales, que posibilitan encuentros largamente esperados, de ritos compartidos y banquetes celebratorios. Esta práctica ha llevado a construir toda una iconografía humorística en torno a los tuku karu (langostas voraces), como se caricaturiza a las caravanas de parientes que llegan de visita para devorar todo lo que encuentran a su paso.
Es la fecha en que se privilegia el consumo de la chipa o el chipá, el antiguo pan sagrado de los guaraníes. Es todo un ritual preparar colectivamente en familia este manjar típico y cocinarlo en el tatakua u horno de barro, invitar a vecinos y amigos, guardarlos en canastos en el “sobrado” (altillos rústicos en las residencias campesinas) hasta que se vuelven tan duros que precisan ser partidos con un mazo para ser degustado.
Es la época del karu guasu, de los festines comunitarios con sabrosos platos de carne de cerdo o de oveja al horno, ryguasu ka’ê, sopa paraguaya, chipa guasu, evocando aquella última cena bíblica de Jesús y sus apóstoles, antes del cada vez menos frecuente ayuno del Viernes Santo.
Es el tiempo de acudir juntos a los templos, compartir ritos antiguos como el tupâitû, el recorrido por las siete iglesias, el lavado de pies, el Vía Crucis en multitudes hasta alguna cima, apreciar el canto de los estacioneros, la devoción real o imitada, los paseos por el campo, las truqueadas entre amigos, la festividad del Sábado de Gloria y el Domingo de Resurrección, los regalos de Pascuas.
Esta semana, por primera vez en mucho tiempo, todo eso no ha sido posible realizarlo. Las restricciones gubernamentales impuestas ante la amenaza del coronavirus para tratar de reducir el contagio han obligado a prohibir los viajes al valle, cerrar las fronteras, exhortar a permanecer en las casas, evitar las visitas a familiares y amigos, cerrar las iglesias y los templos, realizar los actos religiosos a puertas cerradas y sin gente, transmitir los rezos por televisión y por internet.
EL OTRO VÍA CRUCIS
Este año no hay Tañarandy, Chipa Rape, Kurusu Cerro, excursiones a las cimas de Yaguarón, Vía Crucis en la ex cantera de Ñemby, shows de cachaca o reguetón en las playas de Villa Florida, recorrido de siete iglesias, chipa apo en el tatakua de la abuela. Los pueblos y las ciudades que antes convocaban con entusiasmo a visitarlos en Semana Santa esta vez han cerrado sus accesos y han puesto visibles carteles para no acudir, en algunos casos con fúnebres mensajes como ataúdes sobre murallas de tierra en la ruta.
Si la Semana Santa es considerada un tiempo para la reflexión, esta edición 2020 en las circunstancias del coronavirus nos lleva a una mayor introspección personal. Para una mayoría de los paraguayos y paraguayas, particularmente sociables y farristas, poco acostumbrados a la soledad, esta semana vivida en la autorreclusión hogareña se nos ha vuelto aún mucho más densa y angustiosa.
El Vía Crucis del que antes participábamos colectivamente como una práctica o penitencia religiosa se ha trasladado desde la iglesia y los caminos que suben hasta los cerros al interior de nuestras casas. La metáfora religiosa de las estaciones de Jesús en camino al Gólgota o Monte Calvario es ahora vivida en carne propia, entre cuatro paredes, especialmente por miles de familias pobres, cuyos sostenedores se han quedado sin trabajo y sin fuentes de ingreso, y dependen dramáticamente de una ayuda estatal que se demora en llegar. La odisea de no sucumbir ante el contagio y a la vez luchar por no morir de hambre es la dramática cruz que muchos compatriotas hoy deben cargar.
La Semana Santa tiene también un mensaje de esperanza. A la negra tarde del Viernes Santo de la agonía en la cruz le sigue invariablemente la espera del Sábado de Gloria y el Domingo de Resurrección. Más que nunca, necesitamos creer en estos elementos simbólicos de la vida que puede vencer a la muerte, del sacrificio personal y comunitario para superar un momento crítico y poder conquistar un tiempo mejor. Solo podremos lograrlo con verdadera conciencia social democrática, responsabilidad, solidaridad y fortaleza. Entonces, la inusual metáfora de esta Semana Santa 2.0 tendrá más sentido que nunca.