Es una carrera de grandilocuencia infinita, más que un paso a paso realista; la expectativa es revolucionaria, al menos en los posteos de las redes sociales. Pero el perfil de muchos es burgués, ni siquiera pobre, sino algo más triste: acomodado, sin ritmo interno, sin riesgos legítimos. Hay excepciones, pero la percepción es esa.
En estos últimos meses parece valer casi todo para ganar la partida del voto, lo cual aparenta un dinamismo, pero en realidad hay pocas propuestas realistas y amenaza que luego de las elecciones vuelve la mediocridad que enferma el sistema. Es lo típico pero sumado a las presiones que ahora tenemos también desde fuera. Es el globalismo que también tiene agenda y candidatos. Los locales intentan dar un discurso nacionalista y hacen guiños a los de fuera, mientras su conducta delata la palabrería vana. Digo muchos, porque siempre estará el de corazón generoso que da el paso a “la arena” con síndrome de honestidad. Una excepción que el poder marca como enfermedad. Ha crecido el cinismo. “Si vas a jugar el partido, ponete la camiseta”, dicen, y con eso indican que dejes de lado tu moral. Eso está mal.
El periodo electoral coincide con la cuaresma cristiana, 40 días antes de la celebración de la Pascua. Es significativo porque para muchos ciudadanos de a pie esta Cuaresma se vino con plagas como la chikungunya, que los dejó sensibles y sogue. Ni hablemos de la canasta básica familiar, del salario, de los jóvenes que no acceden a la universidad, aunque tengan perfil académico, y están los que se van fuera del país a buscar mejoras laborales porque acá está difícil. Y la inseguridad.
No digo que Cuaresma es todo lo malo y trágico, lo que no tiene sentido, y al final está esa alegría efímera del triunfalismo. Sería una interpretación utópica (como ese “antes y después de mí” que a los caudillos les gusta más que a los mariachis). Sería muy reductiva porque la Cuaresma es productiva en sí misma. Se hace camino al andar.
Ya entrando en la Semana Santa se hará el gesto del Vía Crucis, un “Camino señalado con catorce cruces o con representaciones de los pasos de la Pasión de Jesús”, el “Amor que no es Amado”, el rechazado iniciador de la cumbre de los Derechos Humanos: la dignidad de cada persona. Es muy significativo. Antes las abuelas decían de sus desafíos personales, familiares y patrios: “es nuestro camino al Calvario”, pero sonreían, porque en la entrega generosa de la propia vida por amor, encontraban un extraño bienestar interior, un py’aguapy, una paz por el deber cumplido.
Hoy es casi inentendible, en la era del delivery, del aquí y ahora, del internet, del pare de sufrir, del consumismo y de la sociedad líquida, como diría Bauman. Estamos debilitados en el pensamiento, adormecidos en la conciencia, domesticados en la libertad y a veces el mal tiempo amenaza incluso el bien más preciado de los paraguayos: el sentido común, su brújula en la oscuridad del absurdo nihilista.
Por mi escasa pero apreciada fe, y también por mi razón, encuentro en este tiempo desafiante un resquicio de luz, por donde puede entrar el bien común de nuevo como criterio: nuestra identidad. El poder llega hasta donde le permitimos, pero no nos puede quitar lo que no le entregamos, abajo, entre nosotros: la amistad, la fe en la providencia, la generosidad, la vida en común, la proximidad, el amor a la vida, el perdón, el servicio... nuestra rica cultura bilingüe cargada de significados. Es cierto, hay llantos y avanza la noche del materialismo hedonista que ataca al alma con sus mentiras, pero el alma del paraguayo tiene nobleza, música, deseos de bien, amor por la familia y tiene coraje. Eso es bueno. Este Vía Crucis tiene su pedagogía y su mérito; enseña a vivir como personas dignas que disfrutarán el doble de la bendita Pascua.