Para algunas personas la palabra beata tiene una connotación peyorativa: “Oîma, beata” es un reclamo sobre una actitud excesivamente piadosa o quizás hipócrita que se atribuye a quien pretende o posa como si tuviera ese inalcanzable estado de vida llamado santidad.
A días de celebrar un año de la histórica declaración de beatitud de una chica paraguaya, beata teete, creo que vale la pena un recuerdo de María Felicia de Jesús Sacramentado, la Chiquitunga, ya que fue tan ciudadana paraguaya como su padre liberal o el ex presidente Cartes que declaró de interés nacional la ceremonia de beatificación o del gran artista misionero Koki Ruiz que creó aquel maravilloso retablo con los 70000 rosarios donados por el pueblo creyente.
Bueno, pero, creyentes o no, el dato, el hecho de la vida de María Felicia Guggiari Echeverría debería ser considerado y analizado como parte de nuestra historia. No solo porque haya sido monja carmelita o integrante de la Acción Católica, sino porque fue una joven virtuosa que dejó huellas de bien a su paso desde su Villarrica natal, donde enseñó catecismo, ayudó a jóvenes con problemas, se destacó en su ayuda persistente a pobres, enfermos y ancianos, hasta la Asunción de la primera mitad del siglo XX que la vio desgastarse incansablemente en su trabajo como maestra y joven voluntaria en sitios que hasta hoy persisten como el Hospital de Clínicas, por ejemplo.
Viendo a ciertos chicos hoy, distraídos o alienados de toda realidad que implique sufrimiento o incomodidad, es bueno preguntarse por qué una joven que murió a los 34 años, capaz de enamorarse, capaz de bailar, capaz de escribir poesía, capaz de protestar contra las injusticias, capaz de soñar y de escribir un diario, como tantos, pudo, a su vez, entregarse a un gran ideal de vida y repetir su famosa frase “Todo te ofrezco, Señor” ante cada circunstancia.
¿Qué causa, qué ideal sensibiliza a los jóvenes de nuestro entorno hoy para ofrecerlo todo en pos de conseguirlo? Es una provocación para nuestra mentalidad cada vez más aburguesada la sola existencia de esta chica.
Chiquitunga era alegre, activa, sacrificada y generosa. Muchas personas que la conocieron personalmente lo atestiguan con miles de anécdotas. ¿Por qué? ¿Cómo es posible vivir así?
¿Por qué no preguntárnoslo? Es como si el sentido religioso, esas preguntas interiores sobre el sentido último de las cosas, debiera ser censurado o privatizado porque no tiene más sitio en nuestra conciencia nacional, por una actitud vergonzante que la mentalidad materialista impone, especialmente en los ambientes intelectuales y políticos. Menos mal que el pueblo sencillo no es así, porque intuye y percibe y razona y vive con el corazón más abierto a la realidad. Tiene más sentido común. Quizás por eso el pueblo llano la declaró santa, es decir virtuosa y heroica, mucho antes que la Santa Sede u otras autoridades.
Realmente, creo que los paraguayos deberíamos replantearnos desde este testimonio, qué significado tienen para nosotros hoy nuestras raíces culturales, nuestros valores, nuestra esencia. Allí, dentro de nosotros mismos, no hay solo miserias y oscuridad como quieren hacernos pensar algunos para obligarnos a renunciar a aquello que nos es valioso e ir tras un progreso material que no siempre va acompañado de virtud y felicidad.
Dicen los testigos presenciales que antes de morir Chiquitunga habló de amor y de un dulce encuentro. Para mí sería muy bello terminar de andar el camino de esta vida reconociendo que en ella hemos disfrutado de amor, de dulzura, de compasión, y sería estupendo reconocer hasta el final que ha valido la pena vivir. A 60 años de su desaparición física todavía queda mucho por apreciar y proponer a los jóvenes a partir de su vida, por eso creo que Chiquitunga debería ser más estudiada y valorada como ciudadana paraguaya.