Lastimosamente esta historia es real. Es una tarde de mayo de 2015. Jose’i (nombre ficticio) se desplaza con su motocicleta, de color negro, hacia la zona del Mercado de Abasto. Acaba de cumplir 18 años y se siente todo un hombre; tanto que jamás habría de escuchar los consejos de su madre, quien, por alguna inconsciente intuición, minutos antes le había rogado que se quedara en la casa y fuera a realizar “esa cobranza” al día siguiente.
Jose’i se cruza con una patrullera, que bruscamente da vuelta y le sigue por varias cuadras hasta que los uniformados lo detienen “para averiguaciones” ante una denuncia de asalto de dos motochorros en la zona. El joven no tiene abogado. Está tranquilo y cree que la confusión será aclarada.
Queda detenido y en la comisaría es observado por los denunciantes, quienes están confundidos y no identifican rostros, pero aseguran que el asaltante tenía un cinto como el de Jose’i y una moto del mismo color. El comisario le ofrece los servicios de una abogada –que le abandonaría meses después–, para lo cual su padre, de oficio jardinero, debe abonar la suma de G. 2 millones. Fue el primer “pecheo” para la familia, que se endeudó hasta donde pudo.
Desde allí la historia fue de terror. Lo que parecía una denuncia de fácil aclaración culminó llevándole al joven trabajador a una celda del penal de Tacumbú. Hace dos semanas recuperó su libertad tras ser absuelto de culpa. Estuvo encerrado tres años; hoy cuenta con 21 años de edad, y debe iniciar un proceso lento de recuperación. En su memoria quedan días de tristeza y dolor; un tiempo que nadie le podrá devolver. Estuvo tres años sin condena; con audiencias suspendidas y reasignadas para tres o cuatro meses después, como si la espera no significara nada. Sin embargo, el chico debía pasar un día tras otro entre el hacinamiento y la violencia, propio de Tacumbú. Su caso es un claro ejemplo de cuán lenta y cara es la Justicia en Paraguay, cuando se trata de personas de escasos recursos. En otros casos, ya se hubiera contado, por lo menos, con medidas alternativas.
Según informes del 2015, cerca del 80% de los internos de los penales no cuentan con condena. Mientras, aguardan que la audiencia no sea suspendida, que el juez atienda su caso, y sus colaboradores no pongan su carpeta “muy abajo”, entre las miles amontonadas en la oficina con aire acondicionado y que solo atiende de lunes a viernes.
Algunos dicen que la cantidad de jueces es poca, sin embargo, según estudios del 2014, Paraguay es uno de los países con mayor cantidad de jueces; tiene 15 por cada 100.000 habitantes frente a Chile, que ese año contaba con un promedio de siete.
Quizás lo que más falta hace es conciencia y empatía por parte de los jueces y colaboradores, además de los ministros de la Corte. Sabemos que el problema de la justicia es complejo, pero un poco de empatía no le vendría nada mal a sus protagonistas; ponerse en el lugar del otro y sentir la urgencia de su necesidad. Quizás obligar a los magistrados y responsables del Poder Judicial a pasar unos días al año en las cárceles del país les ayude a adquirir esta cualidad, y comprender un poco más que detrás de cada frío expediente hay un ser humano con dignidad, que merece respeto y el debido proceso judicial en tiempo y forma.