Domingo|9|NOVIEMBRE|2008
lbareiro@uhora.com.py
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Cada mañana salgo a la calle, aspiro una gran bocanada de aire y celebro que los árboles no puedan sindicalizarse.
Soy consciente de que semejante sacrilegio provocará la indignación de mis amigos ecologistas.
Por eso, antes de que me reduzcan a la categoría de execrables perturbadores de la vida animal, como los balleneros japoneses, los cazadores de focas canadienses y la caminera que multa diputados, concédanme un par de líneas para explicar mi júbilo.
En realidad no me preocuparía demasiado alguna actividad sindical de pinos en el ártico, ni de cactus en el desierto, ni de algas en el mar de los Sargazos; sí me robarían el sueño ciertas conquistas laborales en el trópico, en especial, en determinada isla subtropical rodeada de tierra.
Me explico. Si los árboles pudieran sindicalizarse, tendrían (ellos sí) sobrados argumentos para declararse en huelga. Porque depredamos los bosques, porque los quemamos para hacer carbón, porque los convertimos en sillas y mesas, porque dejamos que se lleven sus restos mortales al Brasil o porque nos hurgamos los dientes con palillos de su carne.
Hay pues razones absolutamente irrefutables como para justificar una huelga vegetal, si tal cosa fuera posible.
Imagínense, un buen día, al lapacho apostado frente a su casa cruzado de ramas comunicándole que él y sus compañeros de la cuadra no volverán a realizar su jornada habitual de fotosíntesis (o sea, no tomarán anhídrido carbónico ni liberarán oxígeno) hasta que se reforeste por completo el bosque atlántico del Alto Paraná, por decir algo.
Si todos los árboles hicieran lo mismo al mismo tiempo, la humanidad estaría muerta en tres o cuatro semanas.
Es un disparate, pero de solo pensarlo me produce pavor.
Lo comenté con un amigo abogado, experto en materia laboral, y me dijo que aún si ocurriera semejante fantasía los vegetales no podrían cortarnos el suministro de oxígeno.
Pregunté por qué y me dijo que el derecho a la vida, así como el derecho a la educación o a la defensa en juicio tienen mayor rango constitucional que ciertos derechos laborales.
Si te sacaran el oxígeno para obligarte sería una extorsión. Y eso en ningún país serio se permite, me dijo.
¿Y si fueran funcionarios públicos?, pregunté.
Entonces fue el hombre el que se puso pálido.
Entendí así que lo verdaderamente terrorífico no es que los árboles se sindicalicen, sino que encima trabajen para el Estado.