12 may. 2024

Soy machista

Soy machista. Negarlo sería cínico. Alego en mi defensa, sin embargo, que no soy totalmente responsable de ello. No elegí ser machista. Es un programa que me fueron instalando a lo largo de la infancia y la adolescencia, una forma de pensar, de actuar y de ejercer el poder que se transmite mediante esa placenta social que llamamos cultura.

La buena noticia es que se puede controlar siempre que demos el primer paso indispensable; reconocer que existe, que lo padecemos y –por supuesto– tener la intención honesta de combatirlo.

Básicamente, ser machista es suponer que los hombres somos superiores a las mujeres… o saber que somos iguales, pero apoyar o tolerar un modelo de convivencia que descarga casi exclusivamente sobre las espaldas de la mujer aquellas tareas que hacen al cimiento de la civilización; la administración del hogar, la crianza de los hijos y el cuidado de los ancianos. Y las excluye casi por completo del ejercicio del poder.

Quienes pretendan negar esto deberían hacerse una pregunta sencilla: ¿Por qué si la mitad de la población mundial es de mujeres, alrededor del noventa por ciento de todos los cargos electivos (presidente, legislador, etc.) y los puestos de decisión, tanto en el estado como en el sector privado, está en manos de hombres?

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¿Acaso son menos competentes las mujeres? ¿No tienen vocación de poder? ¿Son menos ambiciosas? ¿Hay alguna diferencia física que las hace menos aptas para liderar? Los hechos prueban que no. En realidad, la principal diferencia radica en el tiempo y el nivel de prioridad que un hombre puede dedicarle a su carrera, pública o privada. No es un accidente que en cualquier entrevista laboral las dos preguntas infaltables para las mujeres sean si está casada o piensa casarse, y si tiene hijos o piensa tenerlos. La respuesta determina su suerte.

Para muchos esto es inevitable porque guarda relación con la naturaleza humana misma. Es la mujer quien se embaraza, y la única persona insustituible para el bebé en los primeros meses de vida. Es una media verdad. Si la naturaleza definiera la forma como construimos la civilización humana, no existiría lo que llamamos civilización.

Todas nuestras revoluciones como especie supusieron en la práctica la alteración o domesticación de procesos naturales. La agricultura modificó el desarrollo natural de las plantas, el uso del fuego transformó nuestra obtención de proteínas, las herramientas nos convirtieron de presas frecuentes en depredadores supremos. La medicina alteró completamente nuestra expectativa de vida. Pocas especies conocen la vejez, ninguna de manera absolutamente mayoritaria como los humanos.

Si la naturaleza definiera nuestra moralidad, dejaríamos morir a los más débiles o a quienes padezcan de alguna discapacidad; y la practica del sexo no tendría más reglas que el jalón de las hormonas y el imperativo genético de la reproducción.

Claramente no es así. Un cerebro más desarrollado nos dotó de inteligencia y dio paso a ese fenómeno incomprensible que llamamos conciencia. Sobre esa base montamos un tipo de relación que ha venido evolucionando a trompicones –y con no pocos retrocesos– buscando siempre que esa misma conciencia nos llevara a modelos más inclusivos y empáticos con nuestra propia especie, e incluso con las otras.

Nada más lógico que las mujeres reclamen en ese proceso una mejor distribución de la pesada carga de la crianza de los niños y el cuidado de los ancianos, del mantenimiento de los hogares e iguales oportunidades para disputar la administración del poder. Hasta aquí ha sido muy cómodo para nosotros monopolizar ese poder y garantizar nuestra supervivencia genética encargando nuestros vástagos a las mujeres. Pero, eso no es justo y no podía ser eterno.

El largo proceso de lucha de las mujeres por desmontar ese esquema masculino del poder –que supone en la práctica una infinidad de injusticias y barbaridades– es lo que se conoce como feminismo. Por supuesto, como en toda revolución hay extremistas y conservadores; pero su causa es absolutamente legítima. Y negarlo no solo es machista, es de cínicos.

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