31 may. 2025

Serenidad ante las dificultades

En dos ocasiones, según leemos en el Evangelio, sorprendió la tempestad a los Apóstoles en el lago de Genesaret, mientras navegaban hacia la orilla opuesta cumpliendo un mandato del Señor. En el Evangelio de la Misa de este domingo, San Marcos narra que Jesús estaba con ellos en la barca, y aprovechó aquellos momentos para descansar, después de un día muy lleno de predicación. Se recostó en la popa, reposando la cabeza sobre un cabezal, probablemente un saquillo de cuero embutido de lana, sencillo y basto, que para descanso de los marineros llevaban estas barcas. ¡Cómo contemplarían los ángeles del cielo a su Rey y Señor apoyado sobre la dura madera, restaurando sus fuerzas! ¡El que gobierna el universo está rendido de fatiga!

Mientras tanto, sus discípulos, hombres de mar muchos de ellos, presienten la borrasca. Y la tempestad se precipitó muy pronto con un ímpetu formidable: las olas se echaban encima, de manera que se inundaba la barca. Hicieron frente al peligro, pero el mar se embravecía más y más, y el naufragio parecía inminente. Entonces, como definitivo recurso, acuden a Jesús. Le despertaron con un grito de angustia: ¡Maestro, que perecemos! No fue suficiente la pericia de aquellos hombres habituados al mar, tuvo que intervenir el Señor. Y levantándose, increpó a los vientos y dijo al mar: ¡calla, enmudece! Y se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. La paz llegó también a los corazones de aquellos hombres asustados.

Algunas veces se levanta la tempestad a nuestro alrededor o dentro de nosotros. Y nuestra pobre barca parece que ya no aguanta más. En ocasiones puede darnos la impresión de que Dios guarda silencio y las olas se nos echan encima: debilidades personales, dificultades profesionales o económicas que nos superan, enfermedades, problemas de los hijos o de los padres, calumnias, ambiente adverso, infamias...; pero “si tienes presencia de Dios, por encima de la tempestad que ensordece, en tu mirada brillará siempre el sol; y, por debajo del oleaje tumultuoso y devastador, reinarán en tu alma la calma y la serenidad”.

Nunca nos dejará solos el Señor; debemos acercanos a Él, poner los medios que se precisen... y, en todo momento, decirle a Jesús, con la confianza de quien le ha tomado por Maestro, de quien quiere seguirle sin condición alguna: ¡Señor, no me dejes! Y pasaremos junto a Él las tribulaciones, que dejarán entonces de ser amargas, y no nos inquietarán las tempestades.

Aprovecharemos la ocasión para purificar la intención, para estar más pendientes del Maestro, para fortalecernos en la fe. Nuestra actitud ha de ser la de perdonar siempre y permanecer serenos, pues está el Señor con cada uno de nosotros. “Cristiano, en tu nave duerme Cristo -nos recuerda San Agustín-, despiértale, que Él increpará a la tempestad y se hará la calma”. Todo es para nuestro provecho y para el bien de las almas. Por eso, basta estar en su compañía para sentirnos seguros. La inquietud, el temor y la cobardía nacen cuando se debilita nuestra oración. Él sabe bien todo lo que nos pasa. Y si es necesario, increpará a los vientos y al mar, y se hará una gran bonanza, nos inundará con su paz. Y también nosotros quedaremos maravillados, como los apóstoles.

La Santísima Virgen no nos abandona en ningún momento: “Si se levantan los vientos de las tentaciones -decía San Bernardo- mira a la estrella, llama a María (...). No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en ella piensas. Si ella te tiende su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si ella te ampara”.

(Frases extractadas del libro Hablar con Dios de Francisco Fernández Carvajal - Duodécimo Domingo Ciclo B)