20 abr. 2024

Río de Hispania

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  • Javier Viveros
  • Escritor

Como una corriente de agua continua y más o menos caudalosa, sí, como un río es la lengua. Y es consabido que «solo el mal río muere en un estero». Secamiento. Evaporación. En las antípodas de esos fenómenos, la lengua de Castilla, afluente desprendido del gran mar latino, se expande, se ramifica, incrementa su fuerza. Y encuentra navegantes nada bisoños, como el capitán Cervantes que tuvo por timonel al bueno de Alonso Quijano y a aquel cisne andaluz cuyo divino acento fue escuchado primeramente por el verde coro del Tajo y que cosechó aplausos unánimes después; en manos de esos diestros Palinuros la lengua-río se quevediza, borgea, se cabrerainfanta y fernandodelpasea.

Crece el afluente del río de Hispania y anega nuevas porciones de mapa, lame territorios, baña y rebaña con vehemencia hídrica. Y cuando llega al Paraguay, el río se tiñe con la tonalidad rojiza de su suelo, adquiere epicidad, se ensalobra con el sudor laborioso de su gente, con sus lágrimas de angustia y algunas de felicidad. De esa manera, el castellano acrecienta su caudal, se derrama en cataratas enérgicas. Y entonces, cuando alguien ha sido engañado en su buena fe, el paraguayo dice que entró en escuelita, con la dura pedagogía de aprender por costilla propia. Indeleble magisterio de la caja torácica. Y dice bola para referirse a una mentira o un infundio, vocablo que evolucionó después en bolaterapia y que se hizo verbo en bolear. Abrirse es retirarse, irse de un lugar, palabra que camaleónicamente, por efectos de la alquimia del tiempo, mutó en aperturarse y que acabó mutilada en áper.

Asimismo, el paraguayo llama vueltero al individuo indeciso, irresoluto, que da muchos rodeos en lugar de pasar a la acción, que complica hasta lo que es «claro como una lámpara, simple como un anillo». Tajante y rotundo como los cantos rodados que arrastra el río en su corriente, el paraguayo tildará de recurso’i a aquella persona de argumentación débil y ubérrima en falacias (por ignorancia antes que por astucia). También llamará facturera a la mujer que cobra por sus servicios sexuales, maltirón al que es impredecible, violento e irascible, y pura a aquel que es infatuado, ostentoso. Etiquetará como trato kure (trato chancho) al acuerdo poco serio que se realiza entre las partes, un acuerdo que muy probablemente no llegará a respetarse ni en sueños fúngicos. Usará la palabra pelada para designar un papelón, algo bochornoso o vergonzante.

Impetuosa lengua-río de sonoridad sublime. El río que a su paso incorpora en su líquida corriente fauna heterogénea, seres de respiración branquial y peces pulmonados, camalotes ingrávidos, vegetación ininventariable y alguna que otra isla de convicciones no demasiado firmes.

Así, se llama yacaré, sí, con el nombre de ese reptil propio de los ríos americanos, parecido al cocodrilo, pero más pequeño, con esa palabra se nombra al amante que subrepticiamente se introduce en el cuarto de su amada, amparado usualmente por la amistad silenciosa de la noche siempre avara de fotones. Y cuando se va a dejar algo sin efecto, el paraguayo dirá que va a degenerar o que va a declarar so’o, incorporando un vocablo de la lengua guaraní que hace gala de la consonante glotal, esa que se impone tajante en su tarea de hiato mayor, imperativa parada glótica quebrantadora de diptongos, como un Moisés intervocálico que descoyunta un Mar Rojo hecho de letras. Y siguiendo su camino humectante y vivificador, el río se funde con otros cursos de agua, se entrevera, amalgama y entremezcla, para que el agua sea finalmente una sola, un agua hecha de todas las otras, superconjunto de mojados bordes.

Recorre el río castellano sus callejones de agua, serpentea, se proyecta y a su paso elucubra y pergeña espejismos, los hila como el manto de una Penélope de Ítaca vuelta náyade, ninfa fluvial, y así estrambótico pasa a ser trambólico y «entonces», ese adverbio de la culta lengua de Castilla se metamorfosea, derivación mediante, en entóncerõ. No siempre todo es corriente impetuosa, en ocasiones también se apocopa, se contagia de elipsis, la sequía impone su ley y el río domeña su ímpetu de caballo salvaje, disminuye su caudal, se adelgaza a veces «como las huellas de las gaviotas en las playas» y el vocablo lapa pasa a representar a la frase «la patrona», que designa a la pareja del hombre, su novia o esposa, también conocida como «Estado Mayor»; «afuera» deviene en afu, «fin de semana» en finde y se recurre a la paroxítona peli para reemplazar el vocablo «película», privándolo de su resonante condición de esdrújula.

«Mal río es el que muere en un estero». Está lejos de serlo el castellano, ese río que arrastra y arrasa, que no para nunca, lo que hace imposible cartografiarlo porque apenas dibujado el mapa, la lengua-río ha modificado vocablos, ha amonedado neologismos, sus palabras-olas subieron y bajaron en pronunciadas crestas y valles, pero no se detuvieron. Y jamás lo harán, porque esa lengua es cambiante como el río de Heráclito. Pero principalmente porque el castellano, ese tímido río de Hispania, hace siglos ya se ha vuelto un mar.

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