El mismo tiene problemas importantes, en algunos casos debido a errores en el diseño constitucional, pero en la mayoría de los casos, debido a una pésima y corrompida gestión.
Nuestra actual Constitución fue diseñada y redactada en 1992 en medio del entusiasmo de haber dejado atrás una larga dictadura, y con la mira “en el espejo retrovisor” para destruir todos los pilares constitucionales sobre los cuales se apoyó el régimen derrocado.
La Constitución de Stroessner de 1967 y su enmienda en 1977, permitía al presidente ser reelecto indefinidamente y daba al Poder Ejecutivo amplias facultades como decretar el Estado de Sitio en forma indefinida y disolver el Congreso si fuera necesario.
Por ese motivo, el objetivo central de nuestros constituyentes en 1992 fue el de quitarle atribuciones al presidente y otorgárselas al Poder Legislativo o descentralizarlas en las gobernaciones o en los municipios.
Los constituyentes querían una Constitución con un “presidencialismo atenuado”. La intención fue buena… el resultado fue que pasamos de una enorme concentración de poder a un gran vacío de poder.
Además de los problemas de diseño, el problema se vio incrementado por el clientelismo político y la corrupción en su implementación. Por ejemplo: Instituciones muy nobles creadas por la Constitución para la selección de los jueces como el Consejo de la Magistratura, fue cooptado por políticos corruptos e inescrupulosos, distorsionándola totalmente.
El buen fin de la descentralización del poder con la autonomía concedida a los municipios, también fue totalmente trastocada por la corrupción de los políticos, que multiplicaron a 250 municipios, sin recursos propios, viviendo de los royalties de Itaipú y Yacyretá y despilfarrando ese dinero en salarios a operadores políticos.
Este Estado así como está funcionando no contribuye ni al desarrollo económico ni a la equidad social. Los servicios públicos en salud, educación y jubilaciones son tremendamente deficitarios y la infraestructura en materia de caminos, energía eléctrica y agua potable son claramente insuficientes.
La semana pasada, en un espacio virtual llamado Plaza Pública Dende se realizó un interesante debate para discutir estos temas y la primera conclusión fue que a pesar de sus problemas, nadie quiere que se lleve adelante una reforma constitucional, porque con nuestros actuales políticos -que van a ser los constituyentes- el riesgo de que salga algo peor es altísimo.
La segunda conclusión es que para reformar nuestro Estado y para reducir la corrupción y el clientelismo, el camino es la modernización del Estado con la implementación del gobierno electrónico, donde gracias a las nuevas tecnologías puede eliminarse la intermediación de los operadores políticos entre el ciudadano y el Estado.
La tercera conclusión es que la única manera de reducir la anarquía y el despilfarro de las gobernaciones y municipios es que se cumpla con el artículo 166 de la Constitución, que dice que ellos tienen autonomía política pero tienen autarquía para generar su propia recaudación… y no vivir de los royalties de Itaipú y Yacyretá.
A medida que escucho más voces sobre la Reforma del Estado, va consolidándose en mí la convicción de que a pesar de sus problemas, no debemos cambiar la Constitución sino que debemos impulsar y exigir con firmeza la modernización de la gestión del Estado.
Invirtiendo fuertemente en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, van a transparentarse los procesos administrativos, van a reducirse los gastos y por sobre todas las cosas, disminuirá notoriamente la corrupción y el clientelismo político.
Hablemos más de “Modernizar el Estado” y menos de “Reformar el Estado”.