El primer borrador que está circulando habla de que el acceso a las instituciones públicas deberá darse únicamente por la vía del concurso y los ascensos o promociones deberán darse con base en la meritocracia. Para ser un funcionario estable, debe ser condición fundamental haber concursado, mientras que la cantidad de años necesaria quedará duplicada de convertirse en ley este planteamiento.
Otro de los puntos claves que persigue el proyecto es acabar con el desmedido festival de los cargos de confianza. En la actualidad, un funcionario que entra a la función pública por pedido de una autoridad del Gobierno o de personas que ejercen cargos electivos ya nunca sale de la función pública si no es por voluntad propia. Sigue gozando del mismo nivel salarial que le fue otorgado por ocupar un cargo de confianza, aunque en el 99% de los casos los mismos pasan al denominado “freezer” y no realizan labores ni parecidas a las que deberían de realizar por su categoría.
En ese sentido, el Ministerio de Hacienda anunció que el proyecto de ley limita la cantidad de cargos de confianza a cuatro: El director de Administración y Finanzas, el director jurídico, el jefe de Gabinete y el secretario general. Las personas que ocupen estos cargos deberán abandonar la función pública cuando la autoridad que las trajo sea sustituida o volver a su nivel anterior en caso de ser un funcionario activo. En el caso de los cargos de elección popular, como los miembros del Parlamento, solamente se podrá incorporar a tres personas para cargos de confianza, quienes no ganarán estabilidad y tendrán que abandonar la función pública una vez que fenezca el mandato del legislador.
El planteamiento fue dado a conocer quizás en el momento más adecuado.
La actual crisis derivada del coronavirus volvió a demostrar que la pesada carga que representa el gigantesco anexo de personal debe ser reducida. El malgasto colosal y el nulo ahorro fiscal producto del elevado gasto rígido –solamente en salarios se gasta el 82% de la recaudación de impuestos– volvieron a poner en aprietos a la administración fiscal, por lo que se tuvo que recurrir a un endeudamiento de USD 1.600 millones para sostener el aparato público y brindar limitadas asistencias a quienes se vieron duramente afectados por la crisis sanitaria, social y económica. A esto se suman la precaria infraestructura sanitaria y la galopante ignorancia producto de décadas de dejadez y deficiente inversión pública en salud y educación, mientras un pequeño grupo de personas se iban enriqueciendo a costas del Estado.
Sin embargo, si bien es aplaudible la intención de acabar con estos viejos privilegios de cara al futuro, la administración de Mario Abdo Benítez no puede desconocer la podredumbre que sigue imperando impunemente en la actualidad. La reforma no debe ser aprovechada para blanquear el prebendarismo ni el planillerismo vigente. Los cambios deben sanear la función pública actual y dar una “señal” al sector privado de que el cambio es posible.
Finalmente, no deja de ser importante el diálogo, no solo para evitar nuevas medidas de fuerza o causas judiciales como en el pasado. Es importante también proteger los derechos adquiridos de las personas que sí trabajan duramente todos los días y tienen una verdadera vocación de servidores públicos. Para que la reforma que impulsa el Gobierno tenga legitimidad es importante que exista un pacto social con la fuerza laboral, un pacto que beneficie al Estado y a los trabajadores, pero, principalmente, al ciudadano común.