Un día, hace como cien días, fuimos empujados a una intimidad a veces amable, a veces rarefacta, pero siempre algo distópica. Reducidos al hábitat de nuestras casas, comprobamos cómo ese espacio propio magnificaba su influencia en nuestro bienestar/malestar. No solo por aquello que cada casa es un mundo, sino porque el confinamiento trasladó nuestras desigualdades macro a miles de microhistorias familiares. El malestar de la cuarentena puede medirse en metros cuadrados de techo, en calidad de baños, cantidad de artefactos eléctricos, en espacios propios versus hacinamiento y un largo etcétera.
Señalado este sesgo burgués del análisis, aceptemos que todas las familias, con sus distintas circunstancias, fueron sometidas a una convivencia obligada que pudo ser vivida como un sano redescubrimiento o una experiencia insoportable. Como dicen, cada familia, un universo. De paso, sorprendería a muchos espíritus conservadores comprobar que esa familia ideal compuesta por papá, mamá e hijitos es más frecuente en las modosas calcomanías que en la realidad del extenso Paraguay.
Cien días de reclusión. La aceptamos porque tenía lógica, porque no había otro camino, porque nos aterraban las imágenes de otros países. Encerrarse mientras el país compraba lo que nunca tuvimos no era una opción, era nuestra única salida. Vislumbramos que podíamos dejar de vivir y recordamos entonces que lo más importante de la vida es la vida misma.
Solo que no es normal estar mucho tiempo impasiblemente escondidos mientras afuera hay un mundo que se desploma y gente sufriendo. Es una situación emocional y afectiva demasiado intensa como para que salgamos indemnes. Por eso hay tanta gente aprehensiva, ansiosa, con insomnio, sueños raros o ataques de pánico.
A algunos le afecta más la imposibilidad de abrazos familiares, a otros el asadito “entre los perros”, a muchísimos el fútbol, reducido a la televisación de nostálgicos partidos del ayer. Son carencias que no se llenan con nuevas rutinas de ejercicios, limpieza hogareña o lecturas postergadas. Menos mal que existen los celulares y las computadores que nos hiperconectan con el mundo. ¿Cómo habríamos soportado esta cuarentena si hubiera ocurrido tan solo veinte años atrás?
Aventura introspectiva e intransferible la de estos cien días. Pero, a la vez, global. Cada uno con sus problemas pero compartiendo masivamente una angustia mayor: La económica. Con más desempleo y menos ingresos, golpea la incertidumbre del futuro. Todos emergeremos más pobres de esta pandemia, aunque la afirmación signifique cosas muy distintas según los individuos y los países. Podemos suponer que lo peor está pasando y que el Paraguay se está convirtiendo en un extraño caso epidemiológico. Se robaron –o lo intentaron– la plata de los insumos, pero el virus no se diseminó. Ojalá estemos entrando a la “nueva normalidad”. Me la imagino con muchas precauciones, pero con gradual recuperación de nuestras viejas rutinas. No la puedo concebir con la misma corrupción, impunidad e inutilidad que vimos hasta ahora. Si los perdonamos, significa que no hemos aprendido. Que somos irredimibles. Que cien días de sufrimiento no fueron suficientes.