El Poder Ejecutivo envió el martes al Senado un nuevo proyecto de ley de “Emergencia sanitaria por la pandemia del Covid-19”, con el objetivo de reglamentar procedimientos de control de las medidas sanitarias, otorgando al Ministerio de Salud las atribuciones para sancionar, además de penalizar con cárcel a los funcionarios que hurtan las vacunas o inmunizan en forma irregular y otros aspectos.
Lo hizo ante el reclamo de poner fin al uso y abuso de los decretos presidenciales, que se viene acumulando desde que se inició la pandemia en marzo del año pasado. Esto se considera no solamente un exceso o arbitrariedad legal, sino el camino peligroso hacia el autoritarismo. La pandemia del coronavirus ha sido campo fértil para este tipo de decisiones en todo el mundo y Paraguay no ha sido la excepción. Hace un año Mario Abdo Benítez gobierna por decreto.
Presentado así, parece todo muy normal, pero apenas se dio a conocer el borrador, abogados constitucionalistas y legisladores criticaron ácidamente el proyecto porque afirman es peligrosa y tiene sesgo dictatorial. “Contiene jueces sumariantes irrecusables, definiciones de lenguaje abierto, es una ley muy peligrosa. Soplan vientos autoritarios”, expresó el doctor Manuel Riera (h). Los diputados Édgar Acosta, Rocío Vallejos y Kattya González dijeron que, además de tener problemas de aplicabilidad, directamente es una ley inspirada en la dictadura.
Por el revuelo político, mediático y ciudadano, se podría decir que el proyecto murió apenas después de nacer. Es decir, el plan del Ejecutivo no tendrá apoyo ni en letra ni en espíritu. Quizá se mantenga el título, ya que existe un relativo consenso en cuanto a reglamentar por ley la cuarentena sanitaria y despojar al presidente de la República las facultadas de decretar las medidas sin el debido control de poderes.
PROBLEMA REAL. Es una realidad que en tiempos excepcionales se tomen medidas excepcionales, y es cuando los tres poderes del Estado deben trabajar coordinadamente de modo que ninguno de ellos sobrepase sus límites. Por ello, es atendible la casi unánime opinión que sentencia que el Ejecutivo no puede restringir derechos constitucionales, sino regularlos. Ahora el Parlamento tiene en sus manos el asunto.
Sin embargo, debe señalarse que más allá del debate jurídico, el problema del Gobierno es político. Empezando por la desprolija forma de plantear el proyecto, sin la debida delicadeza y previa conversación con los legisladores de todas las bancadas ya que una propuesta de estas características necesita mucho consenso político y social, aunque se tenga la mayoría de votos.
A esto se suma el fuego amigo, el más peligroso de todos. Cuando el debate estaba en su punto más álgido, su secretario privado, Mauricio Espínola, reforzó la opinión negativa contra el proyecto al señalar la coincidencia de la fecha de la presentación con el aniversario de la asunción al poder de Alfredo Stroessner, convertido luego en un sanguinario presidente de la dictadura más longeva de Sudamérica. Poco favor le hizo a su jefe, quien carga como estigma ser el hijo de quien fuera secretario privado del dictador.
Como avezado lector del escenario político, el vicepresidente Hugo Velázquez, se sumó al coro de los críticos, ventilando asuntos domésticos. Comentó que fue “ninguneado” por el jefe de Gabinete, Hernán Huttemann, quien no compartió con él el proyecto en tiempo y forma. Por tanto, no ejercerá con este tema en particular su rol constitucional de nexo entre el Ejecutivo y el Legislativo. En pocas palabras, no buscará el apoyo en el Congreso.
Hace falta una ley sanitaria actualizada, pero el problema es mucho más profundo.
PERDIDO. Una llamativa declaración presidencial durante la inauguración de una ruta asfaltada en Itapúa diagnostica muy claramente esta administración. En la ocasión, Marito reiteró que su gobierno en medio tiempo hizo más que otros en cinco años. Allí jugó una vez más de víctima y lo verbalizó en guaraní que “hetáma cheja’o lo mitã. Ndaikuáai cheja’oreípa o nahániri. (Ya mucho me retaron, no sé si con razón o no)”. Luego, en tono de hastío reconoció que perdió el vínculo con la ciudadanía: “Muchas veces la gente se enoja, se enoja porque hacemos poco, se enoja porque hacemos mucho, ya no sabemos por qué se enoja”. Y como si no fuera suficiente, confesó que “no es fácil ser presidente en este momento”.
El problema de este Gobierno, más allá de las disquisiciones jurídicas de un proyecto mal nacido, es político y moral. Lo admitió el presidente, que en pocas palabras definió su gestión: Desconexión de los problemas reales del país. ¿Por qué se enoja la gente? Una pista puede ser, por ejemplo, la repartija de 25 millones de dólares en bonificaciones en distintas dependencias públicas, en tanto 300 mil desempleados deben conformarse con subsidios mínimos mientras vive de la caridad de la familia o de los amigos. Quizá no lo sepa, pero la gente está hastiada de los privilegios de unos pocos, de la vacunación vip y otras injusticias diarias.
Yendo a lo más llano del asunto, es una verdadera tragedia que el presidente, a un año de pandemia, no entienda aún que el asfalto hoy no es lo más importante mientras en la precariedad de la salud pública, miles luchan por la sobrevivencia y otros miles lloran siete mil muertos. Que no entienda que la única cura para salir de este infierno que mata y empobrece es la vacunación masiva de la población.
Que no importan cuántos kilómetros de rutas se asfaltan, sino cuántas vidas se salvan.
Por eso se enoja la gente, Presidente.