19 abr. 2024

Petta y las violaciones sin violencia

Alfredo Boccia Paz – @mengoboccia

Teresa Martínez, ministra de la Niñez y la Adolescencia, lo tiene claro y lo dice con todas las letras. Paraguay tiene un problema: La tasa de fecundidad adolescente más alta del Cono Sur. Puesto así, no suena tan grave, pero dicho de otro modo es una catástrofe social. En lo que va del año se embarazaron casi 300 nenas menores de 14 años. Y también más de 7.500 adolescentes de 14 a 19 años. La cifra anual de menores embarazadas siempre ronda los 20.000 casos.

Esta es una franja etaria de riesgo por su inmadurez física y sicológica y porque suelen tardar más en acudir a su primera consulta obstétrica y que tienden a no cumplir los controles prenatales. Antes de los quince años la posibilidad de muerte durante el embarazo se cuadruplica. Deberían estar jugando con muñecas, pero se ven cuidando a un bebé de verdad. Esas niñas que no deberían ser madres ven truncadas su infancia y su primera juventud y arruinan las de por sí pocas chances estadísticas que este país podía ofrecerles para salir de la pobreza.

Solo la mitad de estas niñas embarazadas terminará la primaria y para la otra mitad las oportunidades de educación ulterior seguirán siendo mínimas. Lo trágico de estas historias es que muchas de ellas son también hijas de madres adolescentes, pues hay una realidad social congelada que hace que los mismos comportamientos se repitan por generaciones. Imposibilitadas de conseguir un trabajo digno, mantienen parámetros de conducta, de consumo y de crianza de varias décadas atrás. Por eso, más allá del dolor y de la ruptura de proyectos personales, a nivel país tener cifras tan altas de embarazo infantil significa tener una fábrica de pobres.

En el centro mismo de este drama radica una cuestión cultural. Todavía falta asumir que una niña embarazada es una niña abusada. Los casi 700 bebés dados a luz anualmente por niñas menores de 14 años son producto de abuso sexual, ya que no existe consentimiento libre e informado. Por eso, el ministro de Salud, Julio Mazzoleni, enfatizó que estos datos no solo deben ser mostrados, sino desnaturalizados. Deben dejar de ser considerados “normales”, deben ser denunciados.

Denunciar la violencia sexual es fundamental, pero es un gesto tardío. Lo ideal es prevenir, evitar que el daño ocurra. La familia juega un rol clave en garantizar la información y protección de los derechos de las niñas. De hecho, cuando el núcleo familiar está bien constituido las posibilidades del abuso infantil se alejan. Pero la mayor parte de nuestras familias no se parece a ese imaginario ideal. Un solo dato debería ser suficientemente explícito: El 80% de los casos de abuso sexual contra niñas y adolescentes se originan en el entorno familiar. Son violaciones sin violencia. Se trata de un adulto que “seduce”, induce o impone a una niña un relacionamiento sexual.

Como la familia sola no es suficiente para tratar estos temas tabú, los estados apelan a las escuelas para evitar los embarazos precoces. Es allí donde las niñas y niños deben aprender a cuidar su cuerpo y saber cuáles son las situaciones de riesgo. Se trata de un derecho infantil, no de una opción del Ministerio de Educación. Increíblemente, es a este nivel donde se tranca todo el proceso educativo. Una trama fanática y fundamentalista, dirigida por pastores y guías religiosos impone una confusa mezcla de creencias y dogmas para satanizar lo que debería ser obvio.

El ministro Eduardo Petta ha erradicado la educación sexual integral de la malla curricular paraguaya. Lo ha hecho pronunciando las maléficas palabras sacramentales: Ideología, aborto y género. Poco importa que la toda la información científica indique que niños y adolescentes informados retrasan por decisión propia el inicio de la actividad sexual y adoptan conductas de autocuidado.

Petta cree que evita el pecado. En realidad hace que más niñitas se embaracen mientras aprenden educación sexual con su celular.

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