“Por qué no habremos de querer nosotros lo que nunca quisimos; por ejemplo, una casa sobre el remanso de un río, con camalotes en sus costados, con sus ventanas en regocijo…”, me vino a la memoria esta estrofa del poema Por qué, del compatriota Elvio Romero, tratando de analizar la situación que pasan muchas familias en este momento difícil. Una casa sobre el remanso de un río, con sus ventanas en regocijo... es una imagen que puede transmitir un deseo muy humano de tranquilidad y de sencilla felicidad compartida; de hecho, el poema está escrito en plural y habla del deseo que es el punto inicial de toda obra humana. A pocos días de celebrar el Día Nacional de la Familia, el cuarto domingo de abril, llegan también retazos de arte como Los primeros pasos, aquel bonito cuadro de Van Gogh, donde el padre anima al niño pequeño a largar las manos de su madre protectora y comenzar a caminar hacia él, que lo espera con los brazos extendidos.
Aunque hoy muchos piensan tres veces antes de comprometerse a formar una familia, quizás por el miedo a perder la libertad individual, quizás por malas experiencias personales, quizás por comodidad o por inercia, la realidad sobre el bien objetivo que significa la familia en los tiempos que vivimos vuelve a imponerse sobre el discursillo y el cliché.
Enfermos o sanos, intelectuales o con pocos estudios, pobres o ricos… necesitamos unos de otros y la familia es un centro de acogida superintegral que muestra su mejor cara cuando más feo está el panorama afuera. No hay reemplazo. Quienes hemos pasado por separaciones y fracturas lo sabemos mejor aún. Y lo digo con toda convicción, la familia está asentada en la naturaleza humana mucho más que el Estado o que el poder político o que cualquier otro poder.
La posmodernidad descreída intenta borrar con arcoíris lo que es su gris más triste y tormentoso, quizás la raíz de gran parte de sus males: la falta de relaciones familiares sólidas.
Si la libertad es vivida como búsqueda del bien y no solo como capacidad de elección, que es solo una de sus aristas, si nos planteamos la felicidad sin complejos, tarde o temprano, surge ante nosotros la imagen de una familia.
El individualismo salvaje, el estatismo apático, la revolución sexual irresponsable, la irrealista ideología de género tratan de imponer su nueva visión sobre el matrimonio y la familia, y desarraigan deseos genuinos del corazón de generaciones enteras. Describen como bichos raros y bichos de cuidado, ridiculizan a las personas comunes, las que forman familias de a pie, con sueños sencillos, con vidas sin exaltaciones, familias con personas peligrosamente tranquilas porque luchan a diario por esa tranquilidad, ese remanso en el río que para ellos no es utopía. Gente normal, que come, conversa, pregunta cómo estamos, mira a los ojos, se preocupa, compra si puede, se aguanta, se ríe, reza, se enferma y también muere y guarda luto.
A esa familia le dan guerra en este entorno cultural cada vez más cínico. Sin embargo, existe y es la unidad fundamental de la sociedad porque es el ecosistema apropiado para la vida humana.
Desde ella, la común y corriente familia del barrio, renacerá de sus cenizas este experimento social llamado cultura de la muerte y del descarte, que aborta a sus hijos legalmente, que mata a sus ancianos y enfermos legalmente, que desprestigia y descuida a la familia, que gobierna en función del dinero y de la presión de lobbies irracionales y corrompidos.
En nuestro karaku los paraguayos tenemos esa experiencia o esa nostalgia, son dos caras de la misma moneda, la del deseo profundo de una vida en relación, en acogida realista. A esas familias de a pie, a esas familias pequeñas o grandes, con heridas, con sueños, con resiliencia, con trascendentes y sencillos seres humanos en su seno, les decimos fuerza, ánimo. Vale la pena luchar por la familia, vale la pena resistir, vale la pena perdonar y seguir unidos. Es la esencia del Paraguay, más noble y profundo.