El atentado mortal contra Luis Lindstron, cobardemente emboscado por los buenazos del EPP, luego de haber sido secuestrado un buen tiempo atrás, repartiera víveres entre pobladores pobres de diversas zonas de la región, y pagado una importante suma en dólares por su liberación. Lindstron, nada más al regresar de su cautiverio, se puso a trabajar, instando a sus empleados a hacer lo mismo para recuperar el tiempo perdido. Igual lo mataron los hijos de su madre. El resto de la emprendedora familia Lindstron dejó el lugar, perdiéndose así muchos puestos de trabajo en ese lugar.
La indignación reflejada en la prensa no tuvo el tamaño ni la resonancia de la que tuvieron los asesinatos que tuvieron por víctimas a periodistas, incluida la falsa alarma creada por el famoso (en su momento) Pirulito. Está bien, es lamentable que lo hayan matado a Pablo Medina y a su ayudante, la jovencita Antonia Maribel Almada (una tercera persona, también una jovencita, se salvó de milagro escudándose detrás del asiento del copiloto), y los autores deberían ser castigados con las penas más severas posibles, de esas que no tenemos en nuestro gelatinoso Código Penal.
Sabiendo que voy a suscitar reclamos, plagueos y puteadas de los mayores calibres, siento postura aquí de que no estoy de acuerdo con que la Prensa tome como calamidad de porte mundial los crímenes que afecten a sus miembros, y mande a las páginas del fondo los asesinatos bastante frecuentes de taxistas, despenseros, estudiantes, hinchas de fútbol, amas de casa y tantísimos ejemplos más.
¿Qué nos creemos? ¿Enviados de Dios? Cuando un periodista, generalmente radial, se instala en un medio dominado por la delincuencia, sea esta de la mafia internacional o no, debe saber con toda claridad que si se pone a denunciar públicamente que en ese sitio se trafica hasta con mandioca, y que los responsables son fulano, mengano y zutano, más temprano que tarde va a ser borrado de la faz de la Tierra. Y si así no ocurriera, significaría que el hombre estaba mintiendo acerca del bandidaje imperante.
En 25 años de libertad posdictadura hubo 14 periodistas asesinados. Cada una de esas muertes es lamentable. Pero también son lamentables los asesinatos de cambistas, taxistas, almaceneros y vaya uno a saber cuánta gente más, muertas sin previo aviso ni amenaza, y olvidados por la memoria pública cuya primera campanillera es la prensa. Puesto así, cualquiera diría que la vida de un periodista vale más, mucho más, que la de otra persona que no lo es.
Hace unos días, un grupo de representantes del Sindicato de Periodistas fue al Ministerio del Interior a exigir que se le asigne guardia personal a cada corresponsal en el interior, hacia el Norte, de cada medio central. El pedido es de cumplimiento imposible. Y si fuera posible, de efecto nulo.
Uno o dos guardias no van a detener a gente que asalta cuarteles militares y policiales para llevarse armas.