El Mesías llegó al Templo en brazos de su madre. Nadie debió reparar en aquel matrimonio joven que llevaba a un niño pequeño para presentarlo al Señor.
Toda la vida de María está penetrada de una profunda sencillez. Su vocación de Madre del Redentor se realizó siempre con naturalidad. Aparece en casa de su prima Isabel para ayudarla, para servirla durante aquellos meses; prepara para su Hijo los pañales y la ropa; vive treinta años junto a Jesús, sin cansarse de mirarlo, con un trato amabilísimo, pero con toda sencillez. Cuando en Caná alcanza de su Hijo el primer milagro, lo hace con tal naturalidad que ni siquiera los novios se dan cuenta del hecho portentoso.
En ningún momento alardea de especiales privilegios: María Santísima, Madre de Dios, pasa inadvertida, como una más entre las mujeres de su pueblo.
Aprende de Ella a vivir con “naturalidad”. La sencillez y la naturalidad hicieron de la Virgen, en lo humano, una mujer especialmente atrayente y acogedora. Su Hijo, Jesús, es el modelo de la sencillez perfecta, durante treinta años de la vida oculta y en todo momento: Cuando comienza a predicar la Buena Nueva no despliega una actividad ruidosa, llamativa, espectacular.
La sencillez es una manifestación de la humildad. Se opone radicalmente a todo lo que es postizo, artificial, engañoso. Y es una virtud especialmente necesaria para el trato con Dios, para la dirección espiritual, para el apostolado y la convivencia con las personas con las que cada día hemos de relacionarnos.
«Naturalidad. Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas -vuestra sal y vuestra luz- fluya espontáneamente, sin rarezas ni ñoñerías: llevad siempre con vosotros nuestro espíritu de sencillez».
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios de Francisco Fernández Carvajal).