Volá alto, hijo”. Con esas palabras, me despedí de mi pequeño. Era una madrugada fría, en uno de los últimos pisos de un hospital de Asunción. Había viajado más de 14 horas para verlo, y antes de entrar a su habitación, me explicaron la gravedad del caso con un dibujo. La única pregunta que pude hacer fue: ’¿Respira por sus propios medios?’ Y la respuesta, devastadora, fue: ’No’”.
Así, comienza el relato de Mónica Galilea, una comunicadora y experta en relaciones públicas que, hace siete años, enfrentó la tragedia más profunda que puede experimentar una madre: La pérdida de su hijo de apenas un año.
Mónica había iniciado un corto viaje que, inesperadamente, fue interrumpido por una llamada devastadora. “Amigos y familia movieron cielo y tierra para que pudiera regresar lo antes posible. Cuando entré a la Unidad de Cuidados Intensivos, me fallaron las piernas. Su cuerpo se veía arrasado, con señales desde sus ojos hasta sus extremidades”.
Cuando Mónica retomó el conocimiento, una sensación extraña la envolvió. “Esperaba a mamá para retornar a la Patria soñada. Quizás visitó el cielo un rato y luego volvió para permitirme verlo. Entonces irrumpió el instinto de protección innato en toda madre. Simplemente dije: ‘Si ya no hay nada que hacer, dejémoslo ir. No puedo verlo sufrir’”.
A partir de ese momento, le quedaban menos de 24 horas con su hijo. “Decidí concentrarme por completo en esos instantes preciosos que no se repetirían. Pedí que lo envuelvan en una sábana, lo alcé, lo besé y lo acompañé en el carro fúnebre para su preparación. Si íbamos a ir hasta el final, iba a ser juntos”, recuerda Mónica.
“No lo solté ni un segundo. En el movimiento del vehículo, sentía su nuca todavía tibia, pero sus extremidades comenzaban a entumecerse. Puede parecer demasiado crudo e íntimo, pero es el relato de una madre que reconoce que la muerte llama a su puerta. No hubo miedo, solo amor absoluto. No era un mal sueño. Sostenía a mi hijo, y había partido”.
Hasta el último momento, Mónica nunca se separó de su hijo. “Me bañé, cepillé los dientes, comí y dormí sin abandonar el lugar. No quería perder ni una hora en el traslado. Deseaba alargar cada minuto. Era mi última audiencia con la persona más importante de mi vida”, dice emocionada por el recuerdo.
En esos momentos de dolor profundo, pensaba en la Madre de todos. “Bajo la cruz, y a su hijo que sufría. Yo vivía mi propio calvario y me encontré también reclamando al cielo: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’” Después de tanto llanto –en silencio, con gritos, con resignación, entre abrazos de amigos– llegó el descanso.
Reflexión y esperanza
Con el tiempo, llegó la reflexión. “Habíamos luchado mucho para completar la gestación de nuestro angelito y el nacimiento fue todo un desafío. Anhelaba ser madre con cada fibra de mi ser. Y antes de él, habíamos perdido a nuestro primer bebé, a quien puse nombre, aunque no llegué a saber el sexo, pero presentía que era varón”.
En su dolor, Mónica encontraba consuelo en imaginar a sus hijos sentados, uno en cada pierna de Jesús. “¿Quién mejor para verlos crecer que el mismísimo Hijo de Dios?”.
Un mes después, Mónica descubrió que estaba nuevamente embarazada. “El verdadero arcoíris llegó en agosto, con ojos color cielo y cabello dorado. Hoy tiene casi seis años y es el niño más cariñoso del mundo. Solemos jugar, quién ama más al otro. Siempre le explico que, como soy más grande, tengo más amor para darle. Pero insiste: ‘Mami, yo te amo más’”, recuerda con una sonrisa.
A esa alegría se sumó una princesa en la casa. “Cuando creíamos que estábamos completos, recibimos otra noticia inesperada. En ese momento, hubo una mezcla de alegría y temor. Los procesos anteriores no habían sido sencillos. De hecho, su llegada y su vida son un verdadero milagro. Realmente fue así, porque después del parto tuve una segunda intervención”.
A pesar de los desafíos, Mónica y sus hijos crearon un nuevo hogar. “Con los niños, me mudé a un departamento sobrio pero cálido. Emprendimos una nueva forma de vida y nuestro pequeño mundo se volvió un refugio”.
Gratitud en el corazón
“Luego del último sismo de mi vida, siento que al fin la tierra bajo mis pies está asentándose. Trabajo como siempre lo hice, y en lo que más me gusta. Duermo al lado de mis hijos; más bien en el medio. Uno a la derecha y el otro, a mi izquierda. Y en ese momento de quietud, agradezco en silencio”.
Con este testimonio, Mónica comparte su convicción de que las pérdidas, aunque duras, nos enseñan lo que realmente somos. “El amor no es sufrimiento. Las amistades son ángeles de la guarda. El amor puede manifestarse de miles de maneras. Y de esas creencias, surgieron despertares con música, amistades que se convirtieron en familia, tertulias con libros sobre el espacio, cine en casa, manualidades, y kilómetros en ruta para conocer nuevos lugares”.
Y para culminar, Mónica comparte una reflexión con sus hijos, mientras miraban la luna a través de un telescopio prestado por su abuelo. “Aquel día, bajo un cielo sin nubes, los pequeños se turnaban para espiar el misterio. Al ver los cráteres, preguntaron por qué tenía tantos huecos. ‘Porque así es la vida’, les dije. ‘Bella desde lejos, pero llena de cicatrices de cerca’”.
Su hijo miró al cielo y, sin apartar los ojos del lente, susurró: “Es hermosa”. “Sí, amor”, le respondí mientras apoyaba mi mano en su hombro. ‘A veces, solo cuando tomamos distancia, vemos la belleza completa’.”
“Así también es mi historia”, reflexiona Mónica: “Hecha a base de grandes derrotas y significativas victorias. Marcada por el duelo, pero destinada a dejar un legado de fe y esperanza. Una que aún no termina y que no se resigna; lucha y persevera. Al final, espero haberla honrado. Deseo fervientemente que sea homenaje para quienes miran desde el cielo, y canto de amor para quienes me arraigan a esta tierra.”