El intrigante contraste de ver hospitales repletos de pacientes y vacunatorios vacíos movió al Ministerio de Salud a realizar una encuesta para averiguar por qué hay personas que no quieren vacunarse. Comprobaron que la pregunta no era del todo correcta; en realidad es la gente la que no puede vacunarse.
El 79% de los encuestados adujo que no se vacunó por ser adultos mayores con dificultad para desplazarse solos, porque no tienen quién los lleve y, sobre todo, porque viven lejos de los lugares habilitados. La encuesta agrupó sus respuestas como “problemas de movilidad”. Puesto así, pareciera que la responsabilidad es del usuario, cuando, en realidad se trata de una deficiencia estatal, por no crear las “condiciones de acceso al servicio”. Las vacunas deben acercarse a la gente y no a la inversa.
Un grupo menor de entrevistados reconoció su miedo a las vacunas. Son los influenciados por los fake news y las noticias seudocientíficas difundidas por WhatsApp. Desde el Ministerio sostienen que la desinformación produce un enorme daño. Independientemente de la inexistencia de una campaña informativa eficiente por parte del Gobierno, hay que reconocer que es mundial la desoladora constatación de que la gente se muere ante los ojos de otros que se niegan a vacunarse.
Las vacunas constituyeron un enorme avance contra las enfermedades en la historia de la humanidad. Sin embargo, incluso las exitosas campañas de erradicación de la viruela y el sarampión enfrentaron protestas de personas que las rechazaban.
El curioso movimiento antivacunas, enfrentado tozudamente a la evidencia de que las mismas son seguras, se potenció con la sinérgica coexistencia de una pandemia y la universalidad de las redes sociales.
En 2019, antes de la debacle sanitaria, la OMS ya había señalado a los antivacunas como una de las mayores amenazas para la salud mundial. En ese momento se trataba del repunte de casos de sarampión, debido al creciente número de adultos que se negaban a proteger a sus niños.
Estos grupos no suelen rehusar la ciencia, sino que construyen una burbuja de creencias, seleccionando pequeñas dosis de información con ingentes raciones de desconfianza y conspiración. Estos negacionistas ideológicos son una minoría en el Paraguay, por lo que no se le puede atribuir demasiada responsabilidad en la evidencia de que solo el 30% de nuestros adultos mayores se haya inmunizado.
Al parecer la mayoría confía en la ciencia, pero teme los efectos adversos de la inyección. Prefiere esperar y ver cómo les va a los ya vacunados. Si sumamos nuestra folclórica indolencia a las fallas de organización logística —agendamiento erróneo, largas esperas, falta de biológicos— tendremos una parte de la explicación.
Quienes no quieren vacunarse reclaman el derecho individual de tener autonomía sobre su cuerpo. Solo que alguien no vacunado es también un peligro para la comunidad.
La enfermedad dejará de propagarse recién cuando un número suficiente de la población esté inmunizada. En este caso, la libertad individual choca contra el derecho colectivo, un dilema que está siendo discutido en varios países que ya han vacunado a una mayoría de la población. ¿Salud pública o derechos individuales? La exigencia de estar inmunizado empieza a generalizarse en ámbitos laborales y escolares, así como en la industria de los viajes aéreos.
De todos modos, en Paraguay esta es una discusión completamente fútil. Nuestro problema no es que la gente desee o no vacunarse. Nuestro problema es que no hay vacunas. Todo lo demás —las estadísticas, las encuestas, la logística— no pasan de ser una frivolidad.
¡Necesitamos vacunas ya! Con los que no quieren vacunarse hablaremos después. Lo trágico es que exista una enorme mayoría de paraguayos que sí quiere y no puede.