Ningún tipo de argumento puede justificar el uso de los recursos del Estado que estamos observando a través de las publicaciones periodísticas y denuncias de nepotismo y tráfico de influencia en las instituciones.
El término parlamento designa a la gran asamblea de quienes representan la voluntad popular expresada en las urnas, proviene del parlement, y describe la acción de parler (hablar), por lo que un parlement se aplica a la reunión de los representantes del pueblo donde se discuten y resuelven los asuntos públicos.
En el Paraguay, según la Constitución Nacional, la soberanía reside en el pueblo (artículo 2) y el pueblo ejerce el poder público por medio del sufragio (artículo 3). Se elige a través del voto directo a dos de los tres poderes del Estado, el Ejecutivo y el Legislativo, para que gobiernen en nombre del pueblo, pues como dice la Constitución, somos una democracia representativa.
Pero, con sus acciones, nuestros políticos están quebrando el contrato que tienen con el ciudadano, el que les ha transferido un mandato para que gobiernen, organicen a la sociedad y procuren el bien común. Después de todo, la organización que se determina a través del Estado es para que podamos vivir civilizadamente y sobre todo, aspirar al bienestar y la felicidad.
La mezquindad y la abyección que viene demostrando la clase política atenta en contra de los más elevados principios del Estado de derecho y de la democracia.
Lo que se inició con la historia de Alejandro Ovelar, hijo del presidente del Congreso, Silvio Beto Ovelar, quien al final renunció al cargo en la Cámara de Diputados, después del escándalo por su contratación, representa apenas la punta del iceberg de la podredumbre en la que se ha convertido la política en el Paraguay. Recientemente, Última Hora publicó que en la Cámara Alta se estima que hay un jefe o director por cada tres funcionarios, esto sin mencionar las descabelladas direcciones y jefaturas con millonarias asignaciones.
El pueblo paraguayo sostiene una pesada estructura en el Congreso: en el Senado, de 1.200 funcionarios, 363 son altos mandos; solo 25 jefes y directores ingresaron vía concurso de méritos y los salarios van de G. 11 a 35 millones. Un ejemplo: hay direcciones sin subalternos, como la Central Telefónica, donde tres funcionarios ocupan los cargos de director, jefe y encargado y sus salarios van entre G. 21, 11 y 8 millones para atender el teléfono. En el área de transporte, seis jefes se disputan la coordinación de un total de tres choferes, y en el Dispensario Médico se asignó la función de un tramitador de visaciones para análisis clínicos, denominado jefe de Trámites de Gestiones de Análisis Laboratoriales con un sueldo de G. 14.560.000 a un ex compañero del Liceo del actual presidente del Congreso. En el Parlamento también hay una Dirección de Impresión y Encuadernación.
En cuanto a la Cámara Baja, aquí también se desangra el Presupuesto de Gastos a favor de una larga lista de parientes a los cuales ni las denuncias ni las publicaciones han logrado hacerles renunciar. Por eso, solo en enero les serán desembolsados G. 120.800.000 a hijos, esposas, yernos, hermanos, tíos, sobrinos de Diputados que no renunciaron ni fueron removidos. Muchos de los contratos fueron avalados por el mismo presidente de la Cámara, Raúl Latorre, quien firmó las resoluciones.
Nuestra clase política utiliza al Estado y sus recursos para satisfacer sus intereses personales y partidarios, y es precisamente esta política clientelista, arbitraria y descarada —que defienden cual si les hubiera sido asignado por un mandato divino— la que deja al país postrado en la miseria, la pobreza y la ignorancia.