Los mensú de Catar

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La cronista televisiva, instalada en Doha, insistía maravillada en que “todo” lo que había a su alrededor y el espectador podía ver —rascacielos y más rascacielos luminosos, donde se proyectaban imágenes alusivas al fútbol— es “gratis” y está ”libre de impuestos”, dijo, “gracias al rey” de Catar. Se refería al emir Tamim bin Hamad Al Thani, jefe de la monarquía absoluta hereditaria que gobierna desde mediados del siglo XIX el país donde se realiza el Mundial de fútbol más polémico y que menos entusiasmo despierta en la población autóctona de los últimos tiempos. (En esto último supera con creces al de EEUU 1994, también un país entonces sin tradición futbolística, pero que llenó los estadios. En cuanto a la polémica, el anterior en la Rusia de Vladimir Putin, cuando todavía este no era la encarnación de Hitler, no fue tan “debatible” para cierta Europa que ahora está indignada y a la que, sin mencionarla, el presidente Gianni Infantino calificó con razón de “hipócrita”, salvo que a este nivel oficial todos los burócratas lo son).

Sin embargo, ese paraíso no solo fiscal que la cronista describía como surgido mágicamente de los bolsillos de un monarca y de los capitalistas extranjeros sedientos de ganancias con el menor esfuerzo posible y sin demasiadas preguntas sobre el origen de su dinero, no es por supuesto gratuito y las fulgurantes ciudades que albergan los partidos —no solo los estadios construidos en los años inmediatamente previos al Mundial, en los que fallecieron unas 6.500 personas— fueron erigidas con base en el trabajo esclavo de miles y miles de personas; sobre todo, desde que hacia 1940 su economía pesquera comenzara a cambiar con el descubrimiento del petróleo bajo su suelo. De hecho, estos trabajadores no suelen ser considerados “personas”, como en general no son considerados en ningún sitio del mundo en el que el trabajo asalariado es un sucedáneo directo del racismo.

El sistema esclavista catarí tiene similitudes con los más antiguos esquemas de sujeción humana basados en la deuda y la persecución implacable de la fuga. Esto nos suena, por supuesto, familiar a los paraguayos, quienes conocimos, entre fines del siglo XIX y mediados del XX, la esclavitud de las grandes empresas forestales del Este, donde los llamados mensú (mensualero) quedaban atados a la deuda y eran cazados si intentaban fugarse, como registraron cada uno a su manera las obras literarias Follaje en los ojos, de José María Rivarola Matto e Hijo de hombre, de Augusto Roa Bastos.

The Guardian, por ejemplo, calculó en 2.000 millones de dólares el pago forzado de trabajadores bangladesíes, entre 2011 y 2020, para obtener derechos de contratación en la dictadura del Golfo Pérsico. Estos trabajadores suelen ver confiscados sus pasaportes por parte de sus empleadores como método para evitar la fuga ante las extenuantes horas de trabajo a que fueron y son sometidos, ante la posibilidad de la muerte.

“Catar es el país con la mayor proporción de inmigrantes por ciudadano del mundo. Sin estos trabajadores, su economía quedaría paralizada”, aseguró Hiba Zayadin, una investigadora de Human Rights centrada en el golfo. La “competitividad” catarí, y la de los capitales internacionales afincados allí, está en gran medida sustentada en este trabajo esclavo que cuando desapareció, por ejemplo, en el siglo XIX norteamericano (tras una sangrienta guerra civil) terminó arruinando a los grandes plantadores del Sur que se servían de mano de obra negra y no comprendieron económica, cultural y políticamente la pujanza industrial del Norte, como bien lo describió el sociólogo Barrington Moore Jr. en su clásico Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia (1966).

Pero la esclavitud catarí (y la desigualdad inherente a ella) que no vio la cronista bajo las luces cegadoras de Doha (además de la visible opresión sobre sus congéneres), no parece generar guerras internas ni la indignación de los grandes capitales occidentales. Hipócritas estos como Infantino, claro está.

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