Mario Rubén Álvarez
“Cada cuatro meses, yo cobro 500 mil guaraníes. Si se modifica la ley, con suerte voy a recibir 50 guaraníes, lo cual significa que ivaihágui ivaivéta hína”, decía a una radio un compositor de ya avanzada edad. Su vida de gris pasará a negro, sin transición.
En virtud de un proyecto de ley que se estudia en el Congreso, los derechos autorales han entrado en el circuito del debate. Pero, ¿a qué derechos nos estamos refiriendo? Son aquellos por los que poetas y compositores –autores de música– pueden acceder al cobro de una suma por el uso público de sus obras.
Hasta el momento, Autores Paraguayos Asociados (APA) percibe el 10 por ciento sobre lo recaudado en actividades artístico-musicales donde se cobran entradas. La Cámara de Senadores –con una sospechosa rapidez– disminuyó ese porcentaje al 1 por ciento. En otras palabras: decretó la defunción de la entidad autoral y, por lo tanto, de sus socios.
Algunos sostienen que un creador no debería mercantilizar el fruto de su inspiración. Que, como nació libre e impoluto, sin contaminarse con el olor del dinero, sus versos y/o sus canciones tendrían que recorrer el vasto universo para encantar a quienes los escuchan.
Esa es una versión romántica e interesada. Surge de parte de aquellos que piensan que los artistas son solo espíritu y que, por lo tanto, pueden vivir flotando en el aire, sumergidos en el aura beatífica de la belleza y la armonía. ¡No, señores! El escritor, cualquiera fuese su nivel de instrucción, es un ser humano de piel y huesos, con estómago que alimentar, con hijos a los que tiene que llevar corriendo al hospital y con cobradores en el umbral de sus casas, como cualquier mortal del siglo XXI.
Aunque ya parezcan extraterrestres –porque cada día se valora más lo material y menos los sentimientos–, ellos son imprescindibles para la historia del Paraguay. ¿Qué sería de nuestra patria sin Emiliano R. Fernández, José Asunción Flores, Teodoro Salvador Mongelós, Herminio Giménez, Carlos Federico Abente, Mauricio Cardozo Ocampo, Félix Fernández, Carlos Miguel Jiménez, Rudi Torga y tantos otros? ¿Quiénes hubieran cantado nuestros amores, nuestros dolores y nuestras esperanzas? Los que hoy viven, aun cuando no todos tengan los parejos kilates de aquellos, son sus continuadores.
Se puede cuestionar la honestidad de la administración de los derechos autorales –el único heredero legal de Emiliano, su hijo Laureano Fernández (quien, dicho sea de paso, está muy enfermo), cobra cada 120 días una suma insignificante en relación a la cantidad de ejecuciones del repertorio de su padre–, o que el sistema de recaudación es ineficiente y se presta a la corrupción, pero jamás la legitimidad de un derecho universalmente reconocido para quienes con el fruto de su inteligencia, su intuición y su imaginación expresan a su pueblo.
Ahora queda en manos de la Cámara de Diputados hacer un acto de justicia restituyendo el 10 por ciento cercenado. Es lo que se abona en el mundo civilizado, como promedio, a los poetas y compositores. Los creadores necesitan ser honrados al menos en los papeles para que mañana no nos tropecemos con sus cadáveres en las esquinas.