Entre momentos duros, numerosos tropezones y hasta temblores que casi significaron el derrumbe de este Gobierno, sobrevivimos a un año en el que nuevamente se le pidió un gran sacrificio al trabajador de a pie, al emprendedor, al patrón y al contribuyente.
Se vivieron experiencias fuertes en lo emocional, en lo laboral y en lo familiar, pero se volvieron a evidenciar las históricas deudas de la clase política tradicional con la ciudadanía.
Ante un gasto salarial que orilla los USD 4.000 millones –nada más y nada menos que el 30% de todos los gastos públicos–, un despilfarro que llega a los USD 1.600 millones y una carga tributaria muy baja para las grandes riquezas, la Administración Pública tuvo que acelerar ferozmente su deuda y elevar el déficit fiscal a niveles históricos para responder a la crisis sanitaria, social y económica que trajo consigo el Covid-19.
De un total de USD 8.859,1 millones que alcanzaba el pasivo paraguayo a fines del 2019, ese indicador trepó al cierre del 2020 a los USD 11.956 millones, según el reporte preliminar dado a conocer por el Ministerio de Hacienda. Este resultado no solo implica que la deuda del Estado creció en USD 3.096,9 millones en los últimos doce meses, sino que significa además que nuestro país ya ha sobrepasado los índices de prudencia que recomendaron diversos organismos y analistas económicos.
El déficit fiscal —entendido como la diferencia entre los ingresos y los gastos que tiene la Administración Central—, por su parte, terminó en el 6,2% del PIB, lo que explica también en cierto modo el resultado de la deuda. Esta ampliación del saldo rojo es cuatro veces mayor al tope que estipula la Ley de Responsabilidad Fiscal y dos veces mayor a lo que establece la cláusula de escape que rige en casos de urgencia, aunque estos límites quedaron suspendidos por la Ley de Emergencia.
Este desborde en las finanzas públicas implica que las políticas fiscales de los próximos cuatro años, al menos según el plan de convergencia, deberán contemplar duros ajustes de cinturones en el gasto, mayor presión sobre los contribuyentes formales y nuevas estrategias de ahorro en materias como las compras públicas, las pensiones y otras cuestiones que cada año abultan una rigidez presupuestaria que ya superó hace tiempo el 90% de todo lo que se recauda.
Pero, además, la gente espera que esto pueda significar también una oportunidad para la implementación de las tan anheladas reformas en el gasto público. Es hora de que el aparato público deje de ser una moneda de cambio y el prebendarismo sea la regla de oro en los nombramientos que realizan las instituciones. Es impensable seguir sosteniendo un Estado zoquetero y empezar a idear uno que responda a la eficiencia en la atención y en la prestación de bienes y servicios básicos.
Es también un momento oportuno para ordenar la casa. Tampoco es sensato seguir sosteniendo entidades cuyos resultados son deficitarios, y en muchos casos, con funciones superpuestas que solamente terminan por aumentar la burocracia. Claros ejemplos son entes como Fepasa, Capasa y Correos, entre muchos otros.
Otros de los puntos centrales deben ser mejorar la estrategia laboral y el sistema de jubilaciones. Con respecto al primer punto, es fundamental seguir incentivando la creación de puestos de trabajo y debe ser prioridad para el Gobierno dejar de ser un enemigo del trabajador, empezando a ser un contralor del cumplimiento de los derechos laborales. En cuanto al segundo, al ritmo actual de déficit, se volverá imposible seguir financiando con los impuestos de todos las jubilaciones de unos pocos, por lo que es momento de unificar las reglas de juego y garantizar sostenibilidad a la Caja Fiscal.
Llegó la hora de pagar viejas deudas.