Sentado frente al tablero cuadriculado, a pasos de la casilla de mercaderías heredada por su hijo, Julio César Lezcano, conocido como Lezcanito, libró incontables partidas de ajedrez: se enfrentó a cuanto extranjero pasó por la calle Palma, durante al menos medio siglo de vida.
“Acá vinieron a jugar suizos, franceses, alemanes, holandeses, africanos, asiáticos, coreanos, chinos”, enumera.
Siente pena –dice– de que en Paraguay no haya un lugar exclusivo donde se pueda sentar a jugar ajedrez. A excepción de la cuadra que gobierna en silencio –15 de Agosto c/ Palma–, a la que de forma cariñosa denomina “Centro Internacional del Ajedrez”.
Por su tesón con el deporte ciencia, le bautizaron “el apóstol del ajedrez”; en notas periodísticas le tildaron también como “el señor y el prócer del ajedrez”, entre otros.
“Mi pasión es el ajedrez, no importa cómo se me diga”, refiere y se lamenta –a sus 77 años– de haberlo aprendido a jugar muy tarde, a los 28 años.
“Pienso que a los 35 años podía haber estado jugando ajedrez internacionalmente si empezaba antes. Es una pasión que me gusta y tengo condición”, se califica.
Lezcanito supo ser “el David del ajedrez”, enfrentándose a “los Goliat” de la época: siendo un advenedizo le hizo tablas a quien salió campeón de un torneo de mayores; también batió –en sus primeros pasos– al propio organizador de un certamen del Círculo Paraguayo de Ajedrez, que devino posteriormente en Federación Paraguaya de Ajedrez (Feparaj).
“En ese torneo, sin haber practicado con nadie, jugué en segunda; me clasifiqué a primera y jugué el torneo candidatura y ahí no clasifiqué al torneo mayor”, relata al indicar que en ese entonces hizo historia porque llegó a “hacer tablas” (empatar) con César Santacruz, quien después fue el campeón del torneo mayor. “Y al que sale campeón en ese torneo se le considera como maestro nacional”, resalta.
Recuerda que se midió con el sociólogo Mauricio Schvartzman, quien sacó un maletín en cuyo interior apareció el tablero con las piezas de ajedrez: un profesional que podía intimidar a cualquiera.
“Este me va a romper todo –se dijo–. Pero me senté, jugué y le gané tranquilamente”, se ríe y asegura que “a muchos les he dado akã rasy (dolor de cabeza) en esa época”.
AMATEUR. A Lezcanito le mueve la pasión por este deporte. Por eso no compite en torneos para acumular puntos o Elos, como se lo nombra en la jerga ajedrecística. Eso sí, formó el Club de Amigos de la Plaza. Con este equipo se presentó en varios torneos, organizados a instancias del Centro Internacional de Tenis (CIT) o del Centenario, y se alzaron –dice– con 14 trofeos.
“Lo que quiero hacer con la gente que viene a jugar acá es transmitirle mi experiencia para que integren mi equipo”, comenta la forma en que armó su club.
En 1991, fue socio fundador de la Asociación Paraguaya de Ajedrecistas. Una semana después se ofreció para encargarse de las mesas de juego de ajedrez en la Plaza O’Leary. De los 23 años en que estuvo allí, 15 –dice– lo hizo en soledad, sin apoyo de ningún gremio.
Para estar en la plaza tenía que cerrar su local. Y prácticamente ponía de su bolsillo para estar allí. Es por eso que dejó de ir los sábados a ese espacio público, donde fue reportado por varias “cámaras viajeras” provenientes de países de la región y de Europa.
“Un japonés, cuando estábamos en la plaza, me dijo que eso no sucede en su país”, refiere, y entre risas le plantea que le lleve al Lejano Oriente.
Lo más lejos donde viajó fue a Corrientes, Argentina. No se ve en un avión, porque –aclara– tiene claustrofobia.
Además, el dinero no le obnubila, por lo que hasta con desprecio rechaza jugar por plata. “La apuesta no va conmigo, quiero que la gente aprenda a jugar, a divertirse entre amigos”, afirma.
Un chileno –cuenta– leyó su historia, de las decenas que se hicieron sobre él. Sergio Leal se llama y vino a Paraguay. Luego de jugar tres partidas le entregó un regalo: un juego de ajedrez profesional. Tiene –calcula– unos 30 tableros en su casa.
Lezcanito aboga por que la Municipalidad de Asunción destine uno de los ociosos locales que tiene en la Plaza de la Democracia para la práctica de este deporte. “Esto no puede durar eternamente”, apunta la vereda que ocupa hace 50 años. “Por eso sería bueno un lugar público y exclusivo donde se pueda sentar a tomar un café y jugar ajedrez”, añora.